lunes, 14 de julio de 2008

TIPOLOGÍA DE UN GÉNERO HÍBRIDO CON CONTORNOS DIFUSOS (INÉDITO)

Ilustración por Carlos Raúl Lemiña Cortés



Contemplaba su entierro con el pesar de quien se hubiese muerto sin querer.
No obstante, la muerte había sido una elección consciente.
Eso fue lo que me contó con los ojos empañados por las lágrimas, lo que hizo que esta vez le creyera inmediatamente. A los grandes novelistas hay que darles siempre el beneficio de la mentira.
Por resumir la historia relató que en un día de hastío, delante de la pantalla, decidió protagonizar a uno de sus personajes. No uno cualquiera sino su favorito, aquel que no tenía antagonista, por lo que consideraba esa novela un primor del realismo posmoderno. Es decir, no tenía un personaje físico como antagonista, el conflicto era garantizado por el arduo empeño del personaje principal en su ideal de libertad, igualdad y fraternidad, por decirlo de algún modo, puesto que consideró innecesario innovar en una fórmula consagrada.
Fue así como se presentó, paladín de los desahuciados, defensor de los obreros oprimidos, de los campesinos expoliados, de aquellos que padecían el hambre y carecían de justicia, todo expuesto con la exuberancia de su inventiva y la brillantez de su expresión en prosa narrativa y en poesía, sobre todo en poesía. Porque entonces se enteró de que además de su talento para la escritura creativa se expresaba con fulgor en pulcros versos, lo que despertaba una mezcla de adoración y envidia en los demás poetas y pseudo poetas que se reunían a su alrededor, suspirando unos y otros por la gracia de un comentario suyo, una palabra al menos, aunque se limitase a la dádiva de un insulto. Todo era mejor que soportar la hiel de su indiferencia porque a su alrededor giraban los planetas. Héroe de todas las batallas, hizo brotar la ferviente admiración de los varones y la pasión desvariada de las hembras. A todos y todas retribuía con igual generosidad poética y literaria.
Yo le escuchaba con interés y sin demasiada sorpresa porque conocía su talento y lo sabia capaz de tales hechos incluso en la vida real, más aún en el borrascoso ambiente de las virtualidades. Estaba a punto de aplaudir la originalidad de su presencia en el escenario virtual cuando me confesó que pese al éxito en el desempeño del personaje que él mismo había creado, hubo un momento en que la novela terminaba y no tenía cómo mantenerlo vivo después de la irremediable vuelta de la última página del libro. Por eso decidió morir.
Como el autor experimentado que era en esgrimir la pluma para dar vida, se esmeró en los entresijos de su muerte, de manera que se murió en gloria y pena. Gloria para él, pena para los demás que verdaderamente le estimaban, sobre todo para los que le habían elegido como blanco de las desenfrenadas devociones que suelen poblar las soledades virtuales. Dejó viuda, sin su ingenio y arte, a la larga multitud de sus afectos.
Fueron meses de duelo y condolencias, durante los cuales asistió con el alma plagada de compasión al sufrimiento que su ausencia causó en los seres que le eran queridos, compañeros, amigos y amantes. Con agradable sorpresa vio que desenterraban de los baúles de la memoria y del disco duro, relatos, cuentos, novelas y poemas que nunca había escrito, por dar continuidad a su existencia virtual y consolarse del abismo de la pérdida.
Había tenido el cuidado de dejar presente una heredera, personaje secundario de opacos contornos a él unida por lazos familiares confusos, destinada a preservar la herencia cultural y la influencia en los destinos de la trama a la cual ya no pertenecía.
Sin embargo, conforme explicó, la frágil tela del enredo sin el soporte de su presencia tendía a transformar una novela de personaje en una novela de episodio –o de espacios, aclaró citando Wolfgang Kaiser– debido a la dificultad de encaje en un género híbrido con contornos difusos, agravada por la ausencia del estrato fundamental que su protagonista representaba.
Poco a poco la satisfacción de saberse indispensable a la correcta perspectiva del cristal semiótico se fue transformando en pena de sí mismo, al leerse y sentirse tan amado y tan muerto, hasta que no pudo soportar el sentimiento punzante de que se echaba de menos de manera atroz.
Resucitó.
En ese punto del relato debo haber fruncido el ceño y arqueado las cejas mostrando mi resistencia a aceptar como verosímil la secuencia de los acontecimientos, porque se apresuró a explicarme –mientras encendía nerviosamente un cigarro en la colilla del que acababa de fumar– que no resucitó con el mismo personaje, sino con un personaje secundario. De la misma novela, me aclaró enseguida.
De manera que el nuevo protagonista fue presentado de modo que encajase perfectamente en el sustrato de la trama: era un amigo, casi un hermano, extraído de las páginas de donde había surgido el primitivo héroe, ahora muerto a los efectos de las realidades que había creado, pero vivo en la memoria de los que lo amaban y en las lucubraciones del narrador-protagonista, en el presente miserablemente reducido a tercera persona del singular. Antes así que muerto, concluyó.
La subtrama de transformación del personaje secundario le sumergió en un feroz desasosiego. Pálida imagen del protagonista principal, papel de calco del talante que ya no podía exhibir, faltaba genio al héroe privado de los referentes culturales de su arquetipo.
Casi no duermo de pensarlo, confesó. Ya me había percatado, por el temblor de sus dedos amarillentos por la nicotina, la inquietud de sus gestos, y una mueca que no le conocía, que a ratos le encogía la boca para el lado izquierdo en tirones sucesivos. Quise saber porqué no transformaba al personaje en alguien con quien se identificase plenamente. Respondió que no era posible: los seres que creamos tienen vida propia, aclaró.
Para más, los admiradores que habían mantenido viva la llama de la participación del muerto -en cuanto vivo- bajo la incandescente luz de los reflectores, tampoco se identificaron con el nuevo protagonista, hubo un quiebre del pacto de credibilidad entre autor y lector, de manera que poco a poco se alejaron, desaparecieron en la bruma virtual, dejando el intérprete a merced de transeúntes cuya permanencia de corta duración no bastaba para garantizar la curva ascendente del arco de transformación del personaje.
En suma: era infeliz. Sin capacidad de reafirmar o desestimar el espectro de su creación que tanteaba a ciegas entre lo irrelevante y lo esencial, en el presente se encontraba en un callejón sin salida.
Ése fue el breve relato que me hizo de lo que evidentemente era una larga historia. No disponía de tiempo para proseguir la conversación de manera que pagué la cuenta y salimos, no sin que hubiera notado que por primera vez no hizo mención de pagar o dividir el importe, tan sumergido se encontraba en el dilema que le consumía la existencia.
En la puerta nos despedimos. Bajó el ala del sombrero sobre la frente y levantó el cuello del sobretodo negro, a la vez que miraba furtivamente a ambos lados de la calle. Le vi alejarse en actitud solapada, caminando pegado a la pared, las manos en los bolsillos, los hombros encorvados, la cabeza inclinada, el mentón casi metido en el pecho, como si buscara pasar inadvertido entre la gente, anticipadamente juzgado por sí mismo y declarado culpable ante el juez de su consciencia.
En aquel momento tuve el vislumbre, casi certeza, de que otra vez había decidido asesinar al personaje.

Febrero 2009

SUR

Foto de Beatriz Morán


El mundo era una ventana a la cual no se asomaba. Lo miraba de soslayo. Y esperaba.
No es que Leticia estuviera mal, a pesar de la sensación de que su existencia era demasiado estrecha y su dimensión personal le excedía a lo ancho y a lo largo. Se desbordaba. Estaría mejor un plano más amplio y desde donde pudiese mirar a la vida frente a frente, ojos en los ojos.
Sin embargo, en general se sentía bien, le gustaba su apartamento aunque sólo tuviese un cuarto, fuese un interior con vista a una pared, en una calle humilde igual a cualquier otra sin siquiera un muro con una enredadera que la distinguiese de las demás, aunque el alquiler le llevase casi mitad del sueldo. Estaba bien entre sus modestas cosas. Pero de repente le faltaba el azul.
El trabajo en una oficina de abogados tampoco era malo; un cotidiano hecho de papeles y más papeles, con tantas interrupciones para ir a hacer recados al tribunal que recorrer las calle acababa por encuadrarse en la planicie de las rutinas como un camino sin curvas. El sueldo era poco para los gastos de la vida, pero ella tenía hábitos modestos, por eso conseguía equilibrarse en el trapecio de su presupuesto. Pero de repente le faltaba abril.
Tenía amigos a quienes encontraba en el café para conversar e intercambiar revistas que hablaban de la vida de los guapos, ricos y famosos; un ordenador de segunda mano donde navegaba a la deriva; el ámbito ameno de Cantabria, el mar revuelto, las altas montañas, los robledales. Poseía CD’s de Sabina y Serrat, chocolates siempre y vino algunas veces, amantes ocasionales e –imaginaba– duendes debajo de la cama. Pero de repente le faltaba el sur.
Entonces él llegó a su vida, venido del sur del mundo, y se instaló en la pantalla de su ordenador y en la mal acomodada dimensión de su existencia, trayendo una llovizna ecuatorial, la espesura de la selva, la soledad de los páramos, el misterio de las ciénagas, el fulgor de las noches estrelladas, el escándalo de su sol de mediodía, su aura legendaria de caribeño de novela latinoamericana. Era capataz en una hacienda de café, le dijo. Y ella lo imaginaba bajo un sol abrasador, recorriendo a caballo las plantaciones, con un sombrero Panamá, el tronco desnudo y el sudor resbalando por su torso bronceado. También había esmeraldas. No las que yacen en el subsuelo de Colombia sino las otras, las de sus ojos verdes con una mirada que cortaba como cuchillo y causaba dolor. Entonces ella empezó a desear con más fuerza aquello que no poseía, más sur, más azul, más abril, y además de eso, más mar del Caribe, más salsa curramba, más rodajas de banana frita en el desayuno y más amor.
Fue una de esas pasiones que avasallan y revolucionó todas las cosas: hacía desaparecer de sus manos los papeles más importantes, cambiaba el rumbo de las calles que ella debía recorrer, mostraba en los rincones más improbables los recuerdos desde hacía mucho olvidados, y más de una vez hizo que llegase tarde al trabajo, olvidase las llaves en casa y se equivocase con el nombre de las personas. Notaba que ahora había un movimiento de danza en sus caderas que se chocaban con las paredes de su angosta existencia. Los duendes que ella imaginaba viviendo debajo de la cama pasaron a andar libremente por la casa y tenían escamas en los ojos, el corazón por fuera del pecho y ensuciaban todo con su inquietud elemental.
Desde otro océano, traídas por olas de bites febriles, llegaban hasta Leticia los mensajes de Gonzalo hechos a medida del remolino de sus carencias y de sus anhelos extraviados. Tardó exactamente seis meses el que llegasen a la conclusión de que no soportaban más medir las ausencias en metros cúbicos de agua salada y decidieron que uno de ellos tendría que estrechar las latitudes. Cuando ella empezó a pensar en partir y su corazón ya había preparado las valijas él le dijo: dejaré todo por ti. Entonces decidieron que él se vendría a España.
No era fácil obtener el visto de salida de Colombia; el patrón de Gonzalo le exigía una indemnización por dejar el trabajo antes de concluido el contrato; ambos sabían que al llegar a España él tendría que contentarse con un trabajo debajo de sus cualificaciones, como suele suceder a los inmigrantes. Aun así, él vendría. Dejaría todo por ella.
Leticia sabía que les sería difícil sostenerse en el columpio de sus dificultades financieras, pero echaba cálculos optimistas que incluían cancelar el contrato con la televisión por cable, llevar sándwiches para comer en la hora del almuerzo, dejar de encontrar a los amigos en el café y de comprar las revistas de cotilleos sociales, desistir de los chocolates de siempre y del vino eventual. No tenía nada más de que pudiese prescindir. Pensó que era un pequeño sacrificio comparado a lo que él se disponía a hacer: abandonar por ella su patria, su trabajo, su familia, sus amigos, el nivel de vida al que estaba habituado, a cambio de un futuro incierto en un país donde los trabajos más humildes estaban reservados para los inmigrantes latinoamericanos. Él había dicho: “Dejaré todo por ti”, y ella decidió que él no se arrepentiría. Esperó su llegada entregada a romanticismos recién lavados pensando que le ayudaría a conseguir trabajo y compartiría con él la casa y el plato de lentejas. A esas alturas, en su corazón impaciente eso se asemejaba mucho a la felicidad.
Tres meses después Gonzalo le avisaba que había llegado a Madrid y estaba empezando a tramitar los papeles para obtener autorización de permanencia y el permiso de trabajo y residencia en España, antes de ir a su encuentro en Santander. Ella lo llamaba por teléfono todos los días para darle ánimo y sostener en ambos la esperanza.
Cuando –pasado un mes desde su llegada a Madrid– Gonzalo le dijo que no conseguía regularizar sus documentos y temía que la única solución fuese volver a Colombia, ella se tomó unos días de permiso en el trabajo, juntó todo el dinero que su familia le pudo prestar y viajó para Madrid dispuesta a ayudar a Gonzalo a vencer las barreras burocráticas y regresar con él a Santander, porque cualquier otra solución sería equivalente a echar la mitad de sí misma por la ventana, puesto que él era su otro lado, la parte de ella que no cabía en su vida estrecha antes que él hubiera llegado para derrumbar las paredes, él era el azul, el sur y el abril que de repente ella ya no echaba de menos.
Consiguió la dirección donde estaba hospedado a través del número de teléfono y decidió darle una sorpresa. Encontró el hostal en una bocacalle de la Gran Vía y preguntó por Gonzalo a una portera metida en su cubículo a la entrada, que le indicó con el dedo el piso de arriba: “Puerta número cinco”, le dijo, y Leticia subió.
Le abrió la puerta una joven de piel morena y aire caribeño que le dijo que Gonzalo no estaba, que había salido.
–Soy su mujer –informó con un aire de indiscreto regocijo.
Leticia tuvo la esperanza de que no estuvieran halando de la misma persona, pero eran los mismos el nombre, el apellido y la nacionalidad; no la profesión.
–Mi marido es músico –dijo la joven aún arrimada a la puerta sin invitarla a entrar.
–¿No es capataz en una hacienda de café en Colombia? – Insistió, aunque la esperanza lentamente se deslizase hacia afuera de su corazón.
–Es músico, repitió.
– No debe ser la misma persona a quien busco –sugirió Leticia para ganar tiempo–. ¿Acaso no tiene una foto?
Sí, tenía. Era él. Con su mirada de esmeralda que cortaba como cuchillo y causaba dolor. Miró largamente la fotografía, disfrazó el desatino de sus sentidos y dijo que era un equívoco, aquélla no era la persona a quien buscaba. Consiguió sonreír y enunciar un comentario amable sobre los inmigrantes latinoamericanos.
–Es difícil empezar la vida en un país extranjero –se desahogó la muchacha, pareciendo seducida por la posibilidad de conversar sobre sus dificultades.
Leticia estuvo de acuerdo en que la vida de los inmigrantes suele ser penosa.
–No será peor que en Bogotá –explicó la joven, visiblemente interesada en la conversación–, allá no teníamos trabajo, ni una casa decente para vivir, ni nada con que hacer un futuro. Decidimos empezar una vida nueva –añadió sin dejar apagarse la sonrisa ingenua y gentil.
Leticia recordó las palabras de Gonzalo: “Dejaré todo por ti.” De pronto supo que no quería saber más. Se sentía un poco tonta y terriblemente cansada. Se despidió de la joven deseándole buena suerte y dejó el hostal.
En la puerta de la calle paró, con piedras en la garganta, los ojos amenazados por un diluvio, sin saber dar un nombre a lo que sentía en aquellos momentos porque su corazón estaba demasiado pequeño y estrujado para poder expresarse. Y entonces sintió sed de azul, ganas de sur, nostalgia del mes de abril. Miró a su alrededor y se sintió ella misma como una extranjera en un mundo poblado de destinos ajenos.
Al principio su caminar era vacilante, pero al llegar a la esquina de la Gran Vía respiró hondo, giró a la derecha hacia la Plaza de España y apresuró el paso. Tenía que coger el tren de regreso a Santander, volver a su vida estrecha, trabajar para pagar el préstamo que pidiera en el banco con unos intereses astronómicos para enviar a Gonzalo el dinero para indemnizar al patrón, conseguir el visto de salida, el pasaje aéreo, los gastos con el viaje.