lunes, 14 de julio de 2008

EL MACHO LATINO

Foto de Beatriz Morán

Lunes, las nueve de la mañana. Felizmente no me retrasé, creí que aquella vuelta para dejar a Matilde en la peluquería me iba a tomar más tiempo. Ahora bien, antes de todo un café negro y corto, para espabilar. Matilde no me deja tomar café en casa, mejor dicho, no permite que haya café en casa. Que le hace mal al corazón, que le da gastritis, que le pone los nervios de punta , que también me hará mal a mí. Se preocupa, la pobre. Vaya, lo tomo en el Petit Colón o aquí en la oficina, me da lo mismo, aunque si voy al Café me como unos churros, que en casa tampoco hay. Fritos y azucarados, Matilde nunca lo permitiría.
En seguida, a encender la computadora. ¡Ah! Aquí está mi Estelita, desbordante de ternura. Lo que esa mujer me quiere daría para llenar el Atlántico. Una pasión a la antigua con arrebatos de modernidad. Y además debe tener una visión budista zen del espacio cibernético. A ver qué me dice hoy. Que sus manos se extienden sobre el océano para tocar mi piel. Que el viento trae el veneno desde su boca de besarme hacia mi boca de morderle. Esa mina es toda piel, labios, aromas. Pero un poco ingenua, al fin y al cabo. No quiere darse cuenta de que por mucho que intente acortar las distancias, el río mide lo que mide y está atravesado entre nosotros.
Si al menos mi ausencia no le causara tanta pena… Me da lástima, soy un tipo sensible, pero no hay nada que pueda hacer en cuanto a eso. Que hace setenta y dos horas no tiene noticias mías. Realmente, no me conecto los fines de semana y a ella le suena a desinterés. Y pensar que el viernes me tomó casi una hora escribirle una carta de amor como seguro nunca recibió ninguna ni va a recibir jamás. Me inspiré en una película que vi el otro día, una de aquellas antiguas, tan al gusto de Matilde. Adapté una frase que dijo Humphrey Bogart: con tantas computadoras en el mundo tenías que aparecer justo en la mía. No se trata de no quererla, la tontita no entiende: los fines de semana no son para estar conectado a Internet, bastante tengo con estar acá del lunes al viernes, de las nueve a las seis, enviando e-mails publicitarios. Además, no tengo pc en casa, Matilde se opuso.
Y salir para ir a un ciber ni pensarlo, los sábados el tiempo no me da para nada, Matilde me exige que vaya a hacer las compras y no puedo negárselo, a causa de su columna le hace daño cargar peso, y eso no sería justo cuando estoy yo para traer las bolsas, y si no lo hago después no puedo exigir que haya comida en casa. Eso lo dice Matilde y tiene razón. Y por el mismo tema de la columna también me toca a mí aspirar el polvo de la casa y poner la ropa en la lavadora y tenderla. Siempre pensé que el hombre debe ayudar a la esposa, si hay un defecto que no tengo es el ser machista.
Bueno, la verdad es que en el tiempo que me sobra de los quehaceres domésticos debo llevar a Matilde al cine o a dar una vuelta por Santa Fe, a pasear por Alto Palermo, o al Patio Bullrich. A ella le gusta recorrer los negocios y la acompaño de buen grado. No puedo quejarme de que sea gastadora, raramente compra algo. Tampoco hay dinero para eso, con lo cara que está la vida, este país nunca más acierta en el rumbo. Lo que le encanta es mirar vidrieras a la pobre, y no puedo decirle que no. Además, si se pone mal, adiós esperanza de sexo en el fin de semana.
Porque debo aclarar que el sexo virtual no me satisface, aunque a Estelita la he convencido de que tenemos orgasmos simultáneamente, es decir, cuando ella se masturba mientras le escribo frases eróticas. En cuanto a mí no puedo ni siquiera ponerme excitado, faltaría más, acá en el trabajo, con todos los colegas a mi alrededor. Ella cree que soy el jefe de la empresa de publicidad, que tengo un despacho para mí solo. Estelita dice que alguien con mis aptitudes debería estar viviendo en Barcelona, la ciudad más culta de España. Bien que me gustaría, ellos allá tienen un nivel de vida altísimo. Y Estelita debe estar muy bien situada, tiene un salón de estética de lujo, seguro ganas ríos de plata por lo que me cuenta sobre su clientela y el número de empleadas que tiene.
Estelita es una mujer constante, fiel. Diariamente me escribe preguntando si la quiero y el cómo y el cuánto y todos los lunes reclama por no le haber escrito durante el fin de semana. Por supuesto que la adoro, y se lo digo todos los días, de lunes a viernes, un mensaje breve tan pronto llego a la oficina para decirles buenos días mi amor y a lo largo del día le voy escribiendo una larga carta, conforme me lo permiten el trabajo y los descuidos del jefe que nos fiscaliza por detrás del vidrio de su acuario. La verdad es que le escribo con el máximo capricho. Hoy, por ejemplo, escuché en la radio del coche “En esta tarde gris”, cantado por Julio Sosa, una maravilla, ya no hay cantores como antiguamente, así que voy a escribirle que sus mensajes sangran en mí.
Lo que no puede es quejarse de falta de amor: lleno su vida de cariño y emoción, le encanta mi vena lunfarda y arrabalera, pero no es caso para escribirle en los días en que no trabajo. Los sábados estoy ocupado con las tareas domésticas y los domingos debo ir a almorzar a casa de mis suegros. Al regresar me siento frente a la tele y ya me quedo medio dormido. No puedo decir que no me aburran aquellos desfiles de modas que a Matilde le gustan tanto, a mí me parece que son siempre los mismos pero ella dice que no. Yo preferiría ver las carreras o un partido de fútbol, por lo menos cuando juega River, pero Matilde exilió esos programas de nuestra pantalla, dice que son cosas de brutos. Así que estoy allí tumbado y descansando y a la vez evito encontrarme problemas con Matilde, no tengo interés en que se moleste, que cuando se sale de sus casillas, la pobre, no tiene trabas en la lengua, ya estoy habituado a su temperamento, lo único que me molesta es que me llame cretino, pero en fin, son maneras de decir.
Sea como fuere, en el fin de semana Matilde me tiene ocupado. Lástima que Estelita sufra tanto con mi ausencia en la pantalla de su computadora. Vive pendiente de mis correos, las mujeres son unas devoradoras de cartas de amor. Les basta con un mensaje romántico con una buena dosis de sensualidad, enviado regularmente, para creer que tienen solucionadas sus carencias afectivas y sexuales. Pasa que se vuelven muy exigentes, y durante los fines de semana no puedo dar atención a Estelita, estoy muy ocupado en agradar a Matilde para que me deje hacerle el amor al menos una vez a la semana, no es pedir demasiado. Ya sé que no es posible, le duele la espalda, cuando no le duele la cabeza u otra parte cualquiera del cuerpo, y además dice que estoy obsesionado con el sexo, que una vez al mes es suficiente para cualquier hombre normal.
A Estelita seguro le agradaría hacer el amor todos los días, pero está del otro lado del mundo y a pesar de sus ilusiones sobre las relaciones virtuales la vida es lo que es. Por más que se extienda en descripciones de sus estados de espíritu y de sus sensaciones carnales, la verdad es que en la red la piel no tiene tacto, el beso no tiene sabor, la mirada está ausente, la ilusión es el único suelo que uno pisa y no es suelo firme. Me sirve más un orgasmo entre las piernas de Matilde, aunque me ponga cara de hacerme un gran favor y se queje de que me demoro una hora encima de ella.
Pero lo dicho, el sexo virtual no es lo mío. A veces me satisfago en el baño, antes de acostarme, pensando en Estelita, y me voy a dormir sin molestar a Matilde, que tiene derecho a un sueño tranquilo luego de pasar todo el día preocupándose con las tonterías que hago. Al menos es lo que dice.
Bien, ahora le voy a escribir a Estelita diciéndole que beso todos los centímetros de su piel, que le muerdo los pezones, que me ahondo en sus grutas secretas, que bebo sus jugos, que me enveneno en su amor y que me muero en sus brazos. Y le mando el enlace para Sur, que la transportará con sus embales hasta la esquina de San Juan y Boedo: Tu melena de novia en el recuerdo y tu nombre flotando en el adiós…
A Matilde no le gusta el sexo. No sé desde cuándo le dio por eso, antes de casarnos le gustaba que le tocase, luego el entusiasmo se le fue como por encanto. A lo mejor dejó de gustarle a causa de la jaqueca, la pobre, con los dolores de cabeza que tiene se comprende que no esté para los juegos del amor.
Bueno, a ver si hoy por la tarde, antes de irme a casa me conecto al Messenger para hablarle a Estelita. Lástima que no pueda conectarme con cámara y voz aquí en la oficina. Bueno, tampoco me serviría de mucho. Tendría que quedarme hasta después que todos se hayan ido, por lo menos hasta las siete, y si llego tarde a casa Matilde me mata. El otro día, cuando me encontré a un antiguo compañero de escuela y fuimos a tomar una cerveza me retrasé media hora y cuando llegué Matilde ya estaba poniendo mis cosas en una valija y lista para echarme a la calle. Dijo que si yo fuese un hombre de veras ya me habría ido. Ah, si Matilde supiera qué machazo rompecorazones tiene en casa... Quien me conoce bien es Estelita.


Mañana de lunes de agosto, con cara de domingo. En el mes de Agosto todos los días se parecen al domingo. Será porque los habitantes de Barcelona se han ido de vacaciones para sus masías, para sus casas en la playa, para las aldeas de donde vinieron.
¡Lunes, umbral de ti, Antonio! Mañana de mi desasosiego, que pone un punto final en el fin de semana despiadado, ingrávido, sin gloria, cargado con todo el peso del domingo sin ti, del sábado sin ti, días curvados bajo el leño de tu ausencia, desafortunados días de mi soledad semanalmente repetida.
Estoy poetizando. Cuando pienso en Antonio me pongo así, lo que es una tontería, debería tener juicio. Vaya que cuando le escriba busque transmitir con cierto lirismo el relato de la desventura que es vivir sin él, pero aquí, en esta oficina donde se espera que mecanografíe 60 requerimientos por día, a las nueve de la mañana, delante de esa pantalla donde lo único que me interesa es la ventanita del buzón de correo donde va a llegar un mensaje de allende el mar, aquí estoy conmigo, no hay razón para poetizar.
Enmarco mis sensaciones en palabras, Antonio, para que no huyan del cuadro, para poder colgar en la pared este momento de la vida y mantenerlo ahí, perpetuo, inmutable, ileso a los navajazos de la vida cotidiana.
Mejor encaro la realidad y acepto que los fines de semana él y la mujer tienen su vida social, los sábados y domingos son para recibir a los amigos, ir al club, al cine, al teatro, la pareja tiene una vida social y cultural intensa. Felizmente para él. Felizmente para ella. Bien, nada de despecho, que yo sabía en lo que me estaba metiendo cuando abrí la puerta y le invité a que entrara en mi vida.
No hay lugar para mí en tu fin de semana, Antonio. Lo sé. No es la falta de objetividad lo que me consume, Antonio de mi alma, es carencia sexual y emocional pura y dura, carencia de ti, amor por ti, ésa es la verdad.
Le mando un e-mail para que lo encuentre cuando llegue al trabajo, son cuatro horas de diferencia entre Barcelona y Buenos Aires, cuando llegue encontrará mi mensaje, es como si lo estuviese esperando. Con una túnica de gaza y una orquídea salvaje en el cabello. Me pasé de nuevo. Volviendo a la neutralidad de la sensatez, si me hubiesen dicho que algún día habría de pasar un fin de semana ansiando el momento de volver al trabajo para encontrar un mensaje de amor llegado desde el otro lado del mundo, enviado por alguien a quien jamás encontraré, no lo creería. Pero no pienso en nada más.
Pienso en ti, Antonio, en la oscuridad de mis cavernas.
Al principio no me interesaba verdaderamente, era una broma, un juego de seducción para pasar el tiempo y alegrar el cotidiano. Lo que me aguzó las ganas de conquistarlo fue el saber que él tiene un matrimonio dichoso. Un hombre que hace feliz a su mujer debe de ser un buen amante, un buen compañero, una buena pareja, aunque virtual. Por eso me empeñé en seducirlo, envuelta en un aura de misterio.
Antonio, yo te regalo la mujer que se esconde en el envés de mis espejos.
Contaba con un flirteo rápido y sin dolor, como muchos que ya tuve en Internet. Poco a poco fui destapando lentamente el velo para dejarle ver lo que de mí le quería mostrar, le dije que me llamaba Estelita, le envié una fotografía que fui a buscar a una página de haute coiffure en la red y le conté que tenía un salón de estética. Pero cuando me mandó su foto y vi aquella imagen de macho latino –aquello no era una imagen, era un paisaje- y el vello en el pecho que se veía por la abertura de la camisa, mi corazón se tumbó al suelo. No se tumbó, se tiró. Para tener un pecho como aquél ese hombre tiene que ser pura testosterona.
Era un juego, Antonio. Aposté y perdí.
A veces se me antoja que al fin y al cabo esa relación es todo lo que tengo. Es decir que llegué a una altura de la vida en que todo lo que tengo es precisamente lo que no tengo, lo que diariamente invento. Aquí me quedo a la espera de que aparezca en la ventana para salvar mi día de no ser más que una pena inconclusa. Al este y al oeste de esta pantalla no sucede nada que merezca mi presencia.
Te espero Antonio, con tus palabras de tango, tus besos alegres, tu risa fácil, y el amor que dices tenerme.
Al inicio solamente me excitaba, cuando me decía las maneras como habría de hacerme el amor, revolcándonos en la harina en el suelo de una panadería, debajo la mesa de un banquete en una ceremonia oficial, en la espuma del agua del mar, en una esquina de alguna ciudad distante y misteriosa, en el césped de un jardín ajeno, bajo el dintel de una puerta que da a un zaguán de azulejos blancos y negros. Yo le decía que tenía orgasmos al leer lo que me escribía, pero en verdad me guardaba sus palabras para luego masturbarme pensando en ellas.
Tu ausencia pone gemidos en mis sábanas, Antonio.
Después, un día que yo estaba particularmente frágil, él me envió una canción de Fito Páez y de repente empecé a pensar que quería ser aquella mujer de la canción, quería juntar margaritas del mantel, fumar unos chinos en Madrid y no hacer otra cosa sino escribir. Quería que Antonio, que no buscaba nada, me viese y pensase que yo era un ángel o un rubí.
Ahora sé, Antonio, que “las luces siempre encienden en el alma”.
Él vive en un barrio llamado Palermo. Leí en la red que una parte de ese barrio, Palermo Chico, es una zona residencial elegante, con viviendas y calles arboladas. Debe ser bello vivir en Buenos Aires. Cualquier lugar debe ser bello cerca de Antonio, a causa de la fiesta de amar que él celebra a cada paso, como si el simple acto de existir fuese una orgía. Si a esa distancia en que estamos sus festejos me contagian, me imagino que en la vida de su esposa la rutina es un festival.
Antonio, eres el metal y la forja.
Había un tango, no uno, miles de tangos. Los aprendí de memoria. Canto tangos en la ducha y acabo por masturbarme. Canto en el andén mientras espero para coger el metro de Sants para la Plaza de Catalunya. No sé porque, siento ganas de llorar cuando él me cuenta que es día de llovizna gris en Buenos Aires. Todo lo que viene de él me alborota. A veces voy con algún tipo que engato en un bar, sí, a veces me sucede encontrar tipos en los bares en la calle de Aribau e ir con ellos. Hago de cuenta que estoy con Antonio.
Te quiero, Antonio. Nadie me zarandea el alma como tú.
Nunca entendí cómo puede alguien enamorarse en Internet. Creo que tiene que ver con las carencias de cada uno, con la idea de que en el mundo virtual podemos no ser quienes somos, sino quienes desearíamos ser. Tampoco necesito entender, me sucedió, simplemente. Entre tantos absurdos que desde siempre poblaron mi vida, éste es uno más. Vida de rumbos tuertos, de atajos, de desvíos. El horizonte siempre estuvo ubicado en algún túnel. Esta pasión es tan sólo un equívoco más, un desvarío. Habrá de pasarme, todo pasa. En mi vida no hice más que enamorarme de las personas erradas, y al final están todas en un rincón de la memoria en donde sólo entro cuando quiero.
No, Antonio, no eres la luz, eres el túnel.
Mientras ese frenesí no pasa, espero un mensaje que me llegue con aroma de madreselvas trepando por los muros, magia de patio con sombra de acacias y aroma a jazmín, algo de pecado, de noche, de navaja, de garúa, de luz difusa en la niebla, de luna reflejada en los charcos de la acera en una esquina de un arrabal porteño. Espero un mensaje con sabor a besos.
Ay, Antonio, de tanto pensar en tus besos conozco su sabor como si me los hubiera bebido.
Será a causa de sus besos que a su mujer no le gusta que se quede ni un minuto después de las seis en la oficina, en su lugar haría lo mismo.
También sé de urgencias, amor mío: son el veneno en el cáliz.
En fin, siempre supe que sería así, no debo quejarme. Todo lo contrario, debo alzar mi copa y brindar a ese harapo de amor. Al fin y al cabo es lo que adorna mi vida, me pone mariposas en el corazón y lentejuelas en la piel, es una inyección de sangre en las venas, un rito pagano en mi pecho. Nadie me habló así, nadie me emocionó de esa manera, nadie me enseñó la fiesta de amar, nadie jamás me hizo sentir como un ángel o un rubí.
Eres la última morada de mi fantasía, Antonio.
Debo contentarme y ser feliz con mi contentamiento. ¿Qué más puedo desear? ¿Qué más puede esperar un gay de mediana edad enamorado de un macho latino?

INTIMIDAD

Foto de Beatriz Morán



–¿Qué significa incubus?
–Es lo contrario de succubus. Ambos son figuras mitológicas, representan los demonios de la carne.
Ese diálogo vino a la memoria de Pilar mientras bajaba el Paseo de la Castellana, pensando en el inicio de su relación con Javier, de quien ella se había enamorado escandalosamente y por quien había emergido de una vejez amenazada por las goteras del uso y por la impiedad del tiempo.
Se habían encontrado en una de esas salas de chat de Internet, y cuando él mencionó la palabra incubus ella le preguntó su significado, menos por curiosidad que para mostrar interés en lo que él le decía y de esa manera lisonjearlo con su atención. Él le habló de los demonios creados por nuestra lujuria, que asumen formas masculinas y femeninas a la hora de practicar la cópula sexual con los humanos, y aprovechó la oportunidad para entrelazar, en un discurso fluido, el sortilegio de las leyendas y el misterio de los mitos con los aspectos mágicos del sexo y cómo lo entendían en ciertas culturas.
Luego de conocerlo ella se quedó fascinada con su cultura general y su sofisticado sentido de humor. Javier le dijo que era vendedor de enciclopedias y aprovechaba el tiempo pasado en la sala de espera de los clientes para sumergirse en al mundo de los vocablos. El escenario de las disfrazadas carencias de Pilar estaba listo para recibir a ese personaje que su imaginación contenida de madre de familia y su condición de viuda conformada con el mal trazado destino que le había llevado un buen marido, se apresuraron en iluminar con los reflectores de la fantasía. Se enamoró de Javier con un alborozo desmesurado y resurgió de las cenizas de una mal administrada frustración sexual y emocional para el resplandor de una sensualidad rescatada a las escarchas del pasado y asumida con un ímpetu que hasta entonces ni siquiera ella misma había sospechado que su cuerpo albergase.
Al llegar a casa subió al primer piso para ponerse una ropa más cómoda, pero que fuese lo suficientemente elegante como para ser vista en la cámara del ordenador. Esa tarde, como siempre, a las cuatro horas en el horario europeo (las doce de mediodía en Uruguay), ella y Javier se conectarían a través del Messenger y, si se lo pidiera, ella abriría la cámara para que él pudiese verla. Javier le había dicho que a esa hora estaba solo en la oficina pues sus colegas salían a almorzar. Así podían gozar sus momentos de intimidad, mezcla de consuelo y catarsis, que se habían vuelto para Pilar los momentos más importantes del día.
Delante el espejo, se vistió con cuidado para el encuentro virtual con Javier, buscando dar menos atención a la falta de brillo en su cutis y a la flacidez de sus muslos que al recuerdo de las palabras de Javier, que le garantizaba que las marcas del tiempo en su rostro y en su cuerpo eran los adornos de la madurez.
Cuando en esa tarde tuvieron por primera vez una sesión de sexo virtual, ella se dejó acariciar por las palabras con que Javier la estrechaba entre sus brazos, endulzaba y lastimaba su boca con besos ávidos y alegres, y recorría su piel con dedos sabios. Al principio ella se sintió tímida y desordenada por la fragilidad de verse expuesta y por el temor al ridículo, pero Javier supo convencerla de que en un amor adulto y transparente como era el suyo no había lugar para pudores. También a ella le pareció lógico que deberían amarse de la única forma en que el amor les era posible.

Después de esa primera experiencia de sexo virtual Pilar empezó a ir a las tiendas de lencería a comprar prendas delicadas y sensuales, con vanidades de adolescente rescatada a la orfandad de la vejez; se sentía más joven, más hermosa y más mujer, y pasó a compartir con Javier la exuberancia de detalles de su erotismo recién renacido. Él se mostraba encantado con su sensualidad, le decía “mi hembra en celo”, y ella se sonrojaba en la sombra de sus femeninas inquietudes. La timidez inicial dio lugar a una entrega impúdica cuando él le enseñó a buscar con sus dedos el lugar donde en su cuerpo se escondía el placer y ella aprendió a alcanzar orgasmos que la dejaban en un estado de languidez dulce y vagamente insana que perduraba todo el resto del día.
El recato la impidió de hablar con sus amigas sobre la relación con Javier. Terminó alejándose de las personas que antiguamente frecuentaba, porque había perdido el interés en convivir con quienes no pudiera compartir su euforia mental y el desorden de su corazón.
En un domingo, cuando, como de hábito, sus hijos, nueras y nietos vinieron a almorzar con ella, estuvo tentada por hablar a su familia sobre Javier, pero apenas había aflorado el asunto, la reacción de los hijos y de las nueras la desanimó de hacer confidencias, puesto que no sólo la avisaron de los peligros que hay en confiar en las personas que se conoce a través de Internet, sino que sembraran tal cantidad de pánico en su corazón al decirle que arriesgaba que alguien entrase en su cuenta de correo electrónico, que apenas se fueron ella se ocupó en cambiar su contraseña y decidió que de ahí en adelante tendría mucho cuidado para que nadie pudiera tener acceso a su correspondencia y a sus conversaciones con Javier, porque la horrorizaba la idea de que alguien invadiese la intimidad de sus juegos amorosos.

Pilar pasó el resto del otoño y el invierno en la exaltación de amar y ser amada, y cuando cayó en cuenta de que desde hacía algún tiempo pensaba los verbos en futuro empezó a hacer planes para viajar al Uruguay y encontrarse con Javier.
Sin embargo, cuando la primavera estalló en Madrid y mariposas alborozadas aleteaban en la sangre de Pilar, Javier desapareció de su buzón de correo, de la ventana del Messenger, de la pantalla de su ordenador.
En medio de sus interrogaciones perplejas, Pilar fue acosada por el presentimiento de que las explicaciones –si obtuviera algunas– serían más dolorosas que las dudas. Cuando el temor de perder a Javier empezó a transformarse en certidumbre de haberlo perdido, ella le escribió: “si tuviese esperanza de que me leyeras yo me desangraría en el papel”. No tuvo respuesta.
Con los ojos hechos puños cerrados, Pilar miraba la pantalla iluminada del ordenador que la ausencia de Javier había transformado en un abismo. La certidumbre de que él ya no la quería le secaba la saliva en la garganta, le rasgaba el pecho en tiras. En sus noches pobladas de pesadillas ahondaba en una ciénaga donde se debatía, sofocaba en el lodo, se ahogaba en el fango, y despertaba con la vaga idea de que había estado muerta mientras dormía. Arrastraba su desconsuelo a través de los días e intentaba habituarse a la soledad, sin éxito, porque sabía que no hay redención para el dolor que uno no entiende.
Pilar cayó en la cuenta de que no tenía otros medios de comunicarse con Javier aparte de su cuenta de correo electrónico. No conocía su dirección postal, su teléfono, el nombre de la empresa donde trabajaba. Pensó que podría encontrar en la web a las empresas uruguayas que editan enciclopedias, no serían tantas, pero en esos momentos ya ni siquiera sabía si Javier era su nombre o el apellido que usaba en la red. En algún lugar, entre los 1.400.000 habitantes de Montevideo (¿sería verdaderamente ésa la ciudad en que él habitaba?) había un hombre a quien ella amaba y cuya identidad no conocía. Pudiera ser que no se llamara Javier, no tuviera 50 años, no fuera uruguayo, no vendiera enciclopedias. Podría ni siquiera ser un hombre. “Me enamoré de unas palabras”, pensaba Pilar bajo los golpes del espanto.

Tanteando en medio a la niebla de no saber lidiar con esa pena y sin que el lenitivo de la razón cicatrizase sus heridas, se le ocurrió la idea de entrar en la cuenta de correo electrónico de Javier, como lo hacen los hackers, conforme a los comentarios que ella había escuchado a sus hijos. La hipótesis de invadir la cuenta de otro, como un marginal del ciber espacio, al principio le horrorizó por la falta de decencia que eso suponía. Pero la idea se fue acomodando poco a poco en su mente, apoyada en el argumento de que difícilmente conseguiría descubrir la contraseña y por eso no hacía mal alguno por intentarlo. Un día se animó a experimentar pero luego cerró el ordenador de un manotazo y se fue a caminar un rato en el jardín para sosegar el sentimiento de culpa. Entonces se sintió alumbrada por la sensación de que había estado menos distante de Javier durante el tiempo en que intentaba adivinar su contraseña. Por eso, esa noche lo volvió a intentar. Y la mañana siguiente. Y la tarde siguiente. Y la noche siguiente.
Erraba siempre y eso no le sorprendía: le parecía que tenía el obvio deber de no acertar. Por un lado se alegraba de no haber conseguido entrar furtivamente en la cuenta de Javier, porque de esa manera no tenía necesidad de administrar su culpabilidad, mas por otro lado, el no haberlo conseguido era una razón suficiente para volver a intentar. Tenía todo el tiempo del mundo para gastar delante el ordenador: a veces su soledad le parecía tan inmensa que pensaba que el resto de su vida no bastaría para recorrerla.
Con una perseverancia demente, experimentaba combinaciones con el nombre de Javier, la edad, la ciudad, la fecha de nacimiento, la profesión, las calles y plazas de Montevideo, fechas históricas en Uruguay, ediciones de enciclopedias. Rebuscaba en la memoria los diálogos que habían mantenido, exploraba palabras que él solía usar, invertía conceptos, combinaba letras mayúsculas, minúsculas, números romanos, números arábigos, declinaciones latinas, etimología de vocablos.
Los días transcurrían y Pilar poco a poco se acostumbró a la ocupación perversa de intentar adivinar una contraseña. Al fin y al cabo, era lo único que aún la ligaba a Javier y por eso le parecía, si no disculpable, por lo menos analgésico. Entre el remordimiento y la complacencia, resbaló para una especie de obsesión que le ayudaba a mantener el dolor atareado. Escribir la dirección de Javier y digitar hipotéticas contraseñas se volvió en un hábito que su mente ya no analizaba y su voluntad no contradecía.
Un día, de entre los recuerdos ahogados emergió un diálogo que había tenido con Javier:
–¿Qué significa incubus?
–Es lo contrario de succubus.
Digitó íncubus. Intento fallido. Digitó súcubus. Volvió a fallar. Digitó incubus sin acento. Tampoco hubo suerte. Digitó succubus, con la grafía latina. Consiguió entrar.
Pasaba por alto los mensajes de trabajo y se detenía en las cartas personales cuyo contenido conocía de memoria porque allí encontraba frases que ya había leído y que habían sido escritas para ella, con las mismas palabras acariciantes y el mismo don de amor. “Te amo con una pasión desmesurada”. “Quiero besarte en el medio de la calle”. “Siento el deseo irreprimible de gritar tu nombre”. Ahora esas mismas frases eran escritas para alguien llamado Cristina, de Puerto Rico, y para alguien de nombre Ana, de Venezuela. Además de esas cartas, había cortos mensajes intercambiados con colegas de la empresa. Por ellos Pilar se enteró de que a la hora del almuerzo los muchachos de la oficina venían a la sala de trabajo de Javier para ver las escenas de sexo virtual que él mantenía con Cristina y con Ana, comentaban entre ellos los detalles eróticos de las exhibiciones sexuales y ponían en ridículo a las mujeres a quienes Javier seducía para que sirvieran como objeto de burla y escarnio. A Cristina le decían Lengua de Fuego, Ana era La Insaciable.
Con el corazón hecho un retablo de duelos Pilar retrocedió en el tiempo hasta encontrar los mensajes en que escarnecían La Vieja.

LUCIANA A LAS CINCO

Foto de Beatriz Morán




Vengo a hablar de Luciana y de la mortalidad de las horas. Algún día tengo que decirlo, aunque sea contarlo a una hoja de papel, a pesar de que yo no sé expresarme por escrito, sólo sé de números y de cuentas y de silencios. Algún día tengo que rescatar esta pena y esta dulzura, antes que los gemidos de la vida me ensordezcan, y los martillos de la soledad machaquen las verdades, y la enredadera del tiempo enmarañe las siluetas del recuerdo, y yo acabe por dudar si Luciana de veras existió, que la memoria es una trampa, carajo. Éste puede ser el día, puede ser hoy mismo, porque es viernes, o sólo porque sí, o porque esta noche me duele más, o porque hoy el día fue más espeso, o porque existen momentos en que hay que aceptar las rebeliones del alma.
Pero sobre todo porque es viernes, lo que me hace recordar que yo nunca me conectaba a Internet los viernes por la noche, porque sabía que no iba a recibir ningún e-mail de Luciana, era su noche de parranda, si se puede llamar parranda ir a un barcito con unos amigos a discutir de arte pos-moderno y luego terminar la noche en un club danzando hip-hop.
Así que aquel viernes no me conecté y no pude enterarme de que Luciana llegaría el día siguiente, sábado, y me esperaría a las cinco de la tarde en la Plaza del Rossio, junto a las vendedoras de flores. Para caminar contigo por las calles de la ciudad vieja, decía. Para conversar contigo a la orilla del Tajo, decía. Para mirar contigo a los tejados de Alfama desperezándose colina abajo hacia el río, decía. Para ir contigo al Castillo San Jorge y ver a Lisboa antigua desde la Mouraria hasta el Carmo, decía.
Y todo eso porque un día yo le mentí que había estado por esos sitios en una tarde de sábado. No le mentí con intención de engañarla, simplemente dejé que se me escapase una de mis fantasías: salir y andar por ahí, como toda la gente, carajo, caminar por las calles, tomar una cerveza en la terraza de un café, recorrer la ciudad vieja, sentarme a la orilla del río, pasear por los lugares donde todo el mundo va y yo no voy para que nadie me vea.
Fue un error. También fue un error no haberle dicho nada sobre mí. Debí haberle contado. Tal vez las cosas hubiesen sido distintas. Pero cuando su curiosidad se desbordaba en cada línea de sus mensajes y ella quería saber todo con respecto a mi persona, lo que hice fue decirle: Yo no vengo a la red para mostrarme. Ya. No tengo nombre, ni edad, ni profesión, le dije. Sabía mi dirección porque le enviaba libros sobre Historia del Arte, no porque le hubiese dicho.
En vez de molestarse con mi presencia incógnita en la pantalla de su ordenador lo encontró divertido: ¡Tú no existes! Dijo que nunca había tenido un fantasma amigo y que le encantaba la idea. Por eso yo permanecí como una sombra en la frontera entre el silencio y el malentendido. Aunque le dije, cuando intentó seducirme con femeninos sortilegios: Tengo edad para ser tu padre. También eso pareció divertirla: ¡Un fantasma anciano! Y se largó a teorizar sobre las relaciones virtuales: en Internet nadie es lo que dice ser porque –y citaba Ortega y Gasset– un hombre es él y sus circunstancias y en la red no tenemos circunstancias. Habló sobre el lenguaje, el único puente que Internet permite a alguien atravesar. Sobre todo hablaba de sí misma, su vida, sus hábitos, sus gustos, sus proyectos. Y se reía mucho. Yo casi podía escuchar su risa clara en las entrelíneas, la risa desaforada de quien tiene 22 años y todavía no aprendió lo que en la vida nos disminuye y acobarda.
Por eso aquella mañana de sábado continuó como otra cualquiera, indiferente a lo que yo no sabía, mientras hacía mis rutinas. Desayuné, aspiré el polvo, puse la ropa a lavar, limpié la cocina y el baño. No fui a ver si había algún e-mail de Luciana sino pasado del mediodía, ya que los sábados ella se quedaba durmiendo hasta más tarde, fatigada de su escuálida parranda de la noche de viernes, y bien merecía descansar, después de tantas clases en la Universidad durante la semana, con todos aquellos trabajos que debía presentar.
Fue a causa de sus estudios que nos conocimos, ella posteó un mensaje en un foro pidiendo información sobre Almada Negreiros para un trabajo de Historia del Arte y decidí escribirle enviando la foto de un óleo sobre lienzo y un comentario. Ella no sólo me lo agradeció sino que me hizo varias preguntas, que respondí luego de haber consultado algunos libros que había comprado en la ocasión en que, por acaso, adquirí algunas obras de arte, cuando un cliente del despacho de contabilidad donde trabajo tuvo que huir al Brasil después del 25 de Abril y vendió los cuadros por un precio accesible a mis finanzas. En una época de incertidumbres pensé que mis ahorros estarían más seguros colgados de la pared que en una cuenta bancaria.
Fue gracias a eso que conocí a Luciana. Seguimos conversando sobre sus estudios; yo buscaba en Internet las páginas donde ella podría encontrar la información que necesitaba, para ayudarla y ahorrarle tiempo: ella se lo merecía por ser una alumna dedicada, y por lista y por sensata.
Felizmente podía ayudarla. Al principio el Almada Negreiros, los dos Vieira da Silva y el Carlos Botelho me hacían compañía en un silencio elocuente. Aprendí a admirar en Almada Negreiros el cubismo que parecía una narrativa hecha con pincel y tinta; en Vieira da Silva la ciudade laberíntica, indefinidamente repetida, mostrada en mallas y cuadrados; en Carlos Botelho la Lisboa despoblada y silente, pintada en tonalidades sutiles. Luego me deslumbraron mis propias sensaciones al contemplar los lienzos. Finalmente empecé a leer sobre los pintores, sus vidas, sus obras, y los libros sobre Historia del Arte pasaron a constituir otra presencia que hacía la soledad más llevadera.
Todo lo que aprendí lo puse a su disposición porque ella adornaba mi vida como una obra de arte. Tantas virtudes tenía Luciana, además de la belleza de su cuerpo grácil de niña que creció apresurada y de su rostro de ángel huido no se sabe de qué improbable cielo, que yo vi en la fotografía que me envió, con vanidades de mujer hermosa. Pero tampoco era sólo por sus virtudes que yo la ayudaba, sino porque ella traía a mi vida la dulzura del mundo y transformaba mis síntesis últimas en efemérides del corazón. Era manantial y aroma. Una ráfaga de juventud, ternura y júbilo en esta vida sin grandeza que la justifique, que traigo enjaulada en el pecho como una fiera, o como un pájaro.
Pero entonces, volviendo a aquel sábado, luego del mediodía fui a ver el buzón del correo electrónico y encontré el mensaje de Luciana, donde decía que viajaba a Lisboa con unos amigos que venían a ver el partido de fútbol entre Oporto y Benfica y ella aprovechaba para venir a verme. Recordé sus ojos alegres e imaginé el escalofrío en su mirada si me viera. Disfrazaría el espanto, seguro, pero se quedaría triste para siempre, al saberme amordazado en esta maltrecha realidad, y de ahí en adelante cuando pensase en mí sería con pena porque entonces ella ya habría conocido mis malparadas circunstancias –ésas de que Internet me dispensa– y sabría que mi vida sólo puede ser esta condenación irremediable a la melancolía y al exilio del mundo. Y aunque la piedad ya no me hiera porque me habitué a sus alfilerazos, la compasión de Luciana acabaría por desfigurar lo que en mí aún permanece intacto, que es la lucidez.
Ni modo. Yo no iba a subir con ella al Castillo San Jorge, ni mirar con ella los tejados de Alfama, ni atravesar con ella las calles de la ciudad baja hasta la orilla del río, cojeando de esta pierna que ni todos los injertos consiguieron devolver al tamaño normal, con la columna torcida, caído del hombro y del brazo. No iba a andar con ella, acostumbrado que estoy a andar solo, caminando siempre pegado a la pared del lado izquierdo, como suelo caminar, porque es el lado para donde parece que mi cuerpo fue encogido, para que no vean ese lado deformado de mi rostro, porque la deformación asusta y horroriza. No es que caminar pegado a las paredes sea salvaguarda absoluta contra las miradas, porque a veces alguien se asoma a una ventana, o va a salir por una puerta, y entonces se encuentra con mi rostro y de pronto desvía la mirada para que yo no vea lo que piensa, y aun peor –porque nadie piensa mal de una persona deformada– para que yo no note lo que siente, porque a todos les duele la deformación ajena, aunque sólo sea por el pavor de que les hubiera pasado algo semejante.
Así que después de leer el mensaje de Luciana me quedé no sé por cuánto tiempo sentado cerca de la ventana, intentando dar cobijo a mis pensamientos desamparados, mirando el cielo de Abril sobre los tejados de Campo de Ourique, en aquel sábado que debería ser igual a los demás y no lo era, y pensando sobre mí mismo que debería ser igual a los demás y no lo era, y por eso no iba a encontrar a Luciana que estaría junto a las floristas en la Plaza del Rossio a las cinco de la tarde, mirando el entorno, buscando encontrarme en medio de los turistas que se pasean entre las fuentes y las terrazas de los cafés, ahuyentando a las palomas con sus pies de peregrinos y los estallidos de sus cámaras fotográficas; pensé que miraría a cada uno que caminase en su dirección, intentando adivinar si era yo, su fantasma amigo por fin materializado; pensé en la decepción en su semblante al constatar que nadie se le acerca diciendo “hola, qué tal”; pensé en su rostro ensombrecido por no entender cómo era posible que yo no la quisiese encontrar; pensé en su tristeza incrédula porque me había dicho muchas veces que confiaba en las personas y si había algo en el mundo capaz de causarle horror era la indiferencia.
También pensé en las mentiras que podría escribirle después, para explicar porqué no había comparecido al encuentro, sabiendo de antemano que me sería difícil disfrazar la evidencia de que no me está permitido cruzar la frontera entre el mundo real y el mundo virtual. Y tuve miedo de quedarme sin ella para siempre, sin sus mensajes contando la vida, comentando el mundo, enredando los sueños, descuartizando las realidades, esgrimiendo el absurdo, preguntando lo improbable y aceptando lo imposible como respuesta; sin Luciana para encender farolas en mis neblinas; sin Luciana para despejar recuerdos en el calidoscopio del olvido.
Sin embargo, cuando en mi viejo y sofisticado reloj italiano –una antigüedad que alguno de mis antepasados compró en un momento de romanticismo y que heredé junto con algunas deudas probablemente debidas a los mismos arrebatos de la imaginación– sonaran las cinco campanadas, un destello de imprudencia alumbró mi corazón debilitado por la impiedad del minutero y salí tan de prisa cuanto pude, porque ya había llegado a la conclusión de que por lo menos podría ver a Luciana sin acercarme demasiado, o tal vez sí, casualmente, para sentir el olor de sus cabellos que yo adivinaba de sándalo y canela. Por cierto arriesgaba a que ella me viese, pero no sabría quién era o, en la peor de las hipótesis, me miraría con pena y con esa mirada de quien no se hace la mínima idea de lo que siente una persona cuya mitad del cuerpo fue destruida en un accidente y la otra mitad se quedó entera para cargar con la parte mutilada.
Así que fui, no a su encuentro, sino a un encuentro conmigo mismo en algún lugar donde ella también estaría. Llegué quince minutos después de las cinco, y al principio me quedé parado junto de la fuente desde donde se avista a las floristas, mirando alrededor como quien compareció a una fiesta sin haber sido invitado, con los ojos recorriendo miradas extrañas y todos los sentidos asustados en la expectativa de que una de las miradas fuese la que yo buscaba. Por varias veces creí que alguna muchacha era Luciana pero ninguna tenía el aire de quien combinó un encuentro con alguien, todas atravesaban la plaza apuradas en dirección a la Calle Augusta, o paseaban acompañadas, por unos momentos, antes de ir a sentarse en las terrazas de la Confitería Suiza o del Café Nicola.Y Luciana no vino. Pensé que tal vez hubiese estado y se habría ido al ver que a las cinco yo no estaba esperándola. Rememoré todos los detalles de su mensaje y atravesé la Baja por la Calle Augusta hasta la Calle Concepción donde cogí el tranvía e iba mirando por las ventanas a un lado y al otro, con la atención puesta en el paseo por donde ella podría ir caminando. En la calle del Limonero me bajé del tranvía, subí con dificultad las callejuelas de adoquines hasta el Castillo y busqué a Luciana en los paseos bajo los árboles, junto a las murallas, entre las ruinas. Entonces volví a la Baja y atravesé la larga extensión de la Plaza del Comercio, ya arrastrando la pierna izquierda más que cojeando, porque me dolían los huesos, los míos y los injertados, de tanto recorrer espacios buscando a una muchacha por oler su cabello de sándalo y canela; sobre el río el cielo plateado de Lisboa centelleaba, pero Luciana no estaba allí.
Volví al Rossio caminando penosamente y las vendedoras de flores empezaban a retirarse con sus cajas vacías y algunos ramos de claveles rojos que habían sobrado de la euforia de Abril. Anochecía y el cielo ya estaba sucio de púrpura sobre Alfama cuando cogí el autobús para volver a casa. Por el camino vine pensando que tal vez hubiese sido mejor de esa manera, que algún hado solidario me había protegido de mirar a Luciana para tener que olvidarla después; pensé que a pesar de mi inconmensurable descreimiento en todo lo que no sea obra del azar, tal vez hubiera un destino conduciendo el camino de las personas hacia encrucijadas donde acontecen cosas en la medida en que las merecen, y sólo a veces, por un equívoco cósmico, aconteciera algo como lo que me sucedió, que yo sé que no lo merecía, carajo, porque, como es debido a cualquier ser humano, si hubiese justicia bajo el sol lo que yo merecía era no haber sobrevivido.
Recuerdo haber pensado en guardar la pena infinita por no ver a Luciana para los días siguientes –pues debemos cuidar que la amargura llegue despacio- porque al llegar a casa yo no estaba más triste de lo que acostumbro estar. Mi vida seguiría siendo igual y al fin y al cabo no estaba mal que la vida fuese una sucesión de olvidos y recuerdos persiguiéndose sin treguas: cuando un tipo llega a los cincuenta años desacostumbrado a los sobresaltos, sin posibilidad de que haya cualquier cambio en lo cotidiano y con la certidumbre de que el futuro viene con la garantía de ser la repetición fiel del pasado, un día diferente es una catástrofe insoportable.
Era en eso que pensaba cuando, al meter la llave para abrir la puerta, me di cuenta de que la cerradura había sido forzada. Al encender la luz ya presentía que en la pared sólo encontraría la mancha blanquecina de los lugares vacíos donde habían estado los cuadros que poblaban mi soledad. Ni siquiera el viejo reloj italiano había sido dejado para compasar la mortalidad de las horas.
Nunca más tuve noticias de Luciana.

EL TALLO DE BEGONIA

Foto de Beatriz Morán


Dedicado a Juan Sorroche.

Juana constató que Diciembre había terminado de devastar el jardín agotado por las orgías de la primavera. Miraba el tributo de flores marchitas y hojas herrumbrosas que su jardín pagaba al verano, pensando que era tiempo de cortar las flores viejas, extirpar las hojas enfermas y abonar la tierra. Con las dosis precisas de amor y fungicida las plantas volverían a brotar muchas veces, hasta que ella las dejase dormir en paz su sueño de invierno. Pero esta tarde no le apetecía cuidar el jardín. Todavía podía disponer de una hora antes de ir a buscar a los niños a la escuela y decidió aprovecharla para crear su perfil en el directorio de participantes de Internet.
Delante del ordenador que el marido le había regalado por su cumpleaños, nuevo como un barco que nunca navegó, ella misma marinera inexperta en tan largos horizontes, singló en un mar de chips rumbo a un puerto más allá del fin del mundo.
Se demoró recorriendo las páginas y se detuvo en la presentación de un perfil que le despertó la curiosidad. Leyó: Escritor busca lector chileno. Los datos informaban que su nombre era Diego Royas, tenía 45 años, era divorciado, residía en Estocolmo. Sonrió a la vista de la coincidencia, roya era el nombre del hongo que acababa de ver en sus flores.
En ese momento notó que era tiempo de desconectarse e ir a sus quehaceres. Rápidamente llenó los espacios en blanco para registrar su perfil: Juana. 33 años. Viña del Mar. Chile. Iba a cerrar el ordenador cuando, en un impulso, volvió al perfil de Diego Royas y presionó la tecla para enviar un mensaje. Escribió: Lectora chilena busca escritor. Envió el mensaje y se quedó mirando de soslayo la pantalla del ordenador, con una travesura colgada de las pestañas.
Salió para recoger a los niños a la escuela, pasó por la casa de la suegra y se detuvo en el supermercado, tal como hacía diariamente. Se había vuelto una mujer de hábitos fijos desde que constató que la ventaja de las rutinas es que una no tiene que pensar en ellas: podía ocupar la mente con otras cosas mientras administraba la repetición de lo cotidiano.
En el camino pensaba que había sido atrevida por enviar aquel mensaje. En otros tiempos, cuando aún frecuentaba la escuela, la lectura había sido la pasión que poblaba el espacio entre sus pies y el horizonte. Llegó a cultivar el sueño de escribir algún día y se atrevió a garabatear algunos poemas y textos de prosa poética. Después la vida tomó otro rumbo y la literatura fue relegada al sofisticado plano de las cosas superfluas. Al terminar el bachillerato había iniciado un curso de Administración, que dejó a medias para casarse y no lo retomó a pesar del propósito siempre pospuesto de volver a estudiar y ejercer una profesión. Su marido no se oponía a que ella trabajase, pero le aconsejaba esperar a que los niños estuviesen más crecidos. Aunque su lenguaje sencillo de mecánico no le permitiese expresarse con sutileza, Juana traducía en su foro íntimo que a Pedro le gustaba que ella posase su disponibilidad afectiva sobre el mantel de la mesa, las sábanas del lecho, el césped del jardín. Le decía que el papel que ella desempeñaba como madre de familia era muy importante. “Hay que cuidar la vida”, le repetía muchas veces. Y ella se había acomodado a las rutinarias certidumbres, dedicada a satisfacer las necesidades de la familia, entretenida con sus quehaceres domésticos. Se ocupaba de cuidar la vida.
Rita, su hermana menor, soltera, independiente y bien situada, ejerciendo abogacía y otras aventuras en Santiago, solía bromear: “Ten cuidado”, le decía, “estás desarrollando vocación de Madame Bovary”. Y Juana pensaba en Emma, de Flaubert, que buscaba ver a lo lejos cualquier vela blanca en las brumas del horizonte.
No tuvo que esperar demasiado por la respuesta de Diego Royas. Pasados dos días recibió un e-mail en que se presentaba como un chileno que hacía veinte años había emigrado a Suecia por huir de la dictatura y ganaba su sustento haciendo traducciones y escribiendo para publicaciones de las colonias de inmigrantes hispánicos. Le decía que había escrito una novela, la estaba revisando, y quería la opinión de un lector compatriota para estar seguro de que lo que expresaba llegaría al corazón de los chilenos. Los recuerdos de su juventud vivida en Santiago eran el tema de la novela. “Lo que pretendo” –le escribió Diego– “es que los lectores entiendan cómo es Santiago vista por quien está ausente desde hace veinte años, quiero que sepan por cuánto tiempo se puede llevar una ciudad en el corazón”. Esa frase despertó un acorde en algún horizonte remoto cuyo rumbo Juana había olvidado en su mapa mental.
Esa misma noche, entusiasmada, imprimió el primer capítulo de la novela que Diego le enviara por e-mail. Se acostó en el diván donde Pedro estaba sentado mirando la televisión, acomodó los pies sobre sus piernas y se dispuso a leer mientras el marido le masajeaba los pies.
La novela se titulaba “Luna peregrina”, y decía en el inicio: Santiago, cuando vuelva a pisar tus calles, ni tú ni yo seremos los mismos y tal vez no nos reconozcamos. Mas yo te contaré como te veía cuando aún traía un niño en el pecho y todavía era capaz de compasión.
Juana no pasó de la primera página porque las manos de Pedro acariciaban sus piernas; él la llevó para el cuarto, pues nunca arriesgaría a que los hijos les sorprendiesen en el acto sexual. Cuando él terminó su amor ansioso y apresurado, ella todavía iba a medio camino en una excitación confusa y mal administrada pero, como de hábito, no le importó. Desde hacía mucho tiempo los ángeles habían huido del lecho donde ella acostaba sus fantasías. Consideraba sus desencuentros de ritmo en la danza conyugal como consecuencia de la costumbre de vivir en pareja y, por temperamento o desidia, decidió dar mayor importancia a las ventajas que a los inconvenientes del matrimonio.
Se levantó de la cama y en puntillas se fue a la sala a leer el primer capítulo de la novela de Diego. Después se quedó sentada en el sofá, mirando a la pared, abrazada a las hojas de papel, intentando descubrir lo que estaba sintiendo para poder decírselo. Pero no conseguía coordinar las ideas, ocupada en ahuyentar con los párpados las mariposas que aleteaban alrededor de sus sensaciones más primitivas.
En la crudeza de las carencias de Juana las páginas de Diego eran mareas vivas en noches de plenilunio. Recorrió con él su geografía de sorpresas, los océanos esféricos, las estrellas que centelleaban en otras latitudes, las cordilleras majestuosas que bordeaban el Pacífico, los árboles de los bosques escandinavos con sus ramajes de hielo. Al norte y al sur de las sensaciones que él describía encontró sabor de ternura antigua, sensualidad de felino, melancolía de exilio, mujeres, libros, preguntas, aroma a fruta madura, orgasmos rememorados con verbos en participio. Flotando en la luna alta, danzando en marea llena, Juana leía sientiendo que un asombro cálido y placentero se acomodaba en su pecho. Y a veces desbordaba.
Establecieron un método de trabajo y con el paso de las semanas entre ellos fluía un diálogo elocuente en el cual se encuadraban y complementaban. En un pasaje del libro él decía: "al despertar me asomé a la ventana y sentí el aroma del hielo subiendo desde la acera" y ella le preguntó a que olía el hielo. Él respondió que olía a blanco. Juana buscó en sus recuerdos olores que le hiciesen recordar el blanco, luego volvió sus pensamientos al revés, rescató memorias blancas que le recordasen aromas, y le dijo que el hielo olía a sábana recién lavada. Él añadió una frase: ensucié la sábana recién lavada de las calles con las huellas del exilio…
Dialogaban sobre la novela mientras el verano envolvía a Juana en olas de sopor y en el invierno de Diego el mundo se cubría de nieve. Entre los comentarios intercalaban mensajes en que se relataban, se compartían, y los e-mails se cruzaban instantáneos, urgentes, propalando carencias, cargados de una ansiedad a la que ellos llamaron “hambre de saber quién eres”.
Joana sintió que de la mano de Diego desarrollaba sentidos paralelos, en sus pensamientos nacieron ojos, boca, oídos, piel. De pronto ella vivia en mundos equidistantes que se barajaban delante de su mirada atónita y feliz. Veía lo que nadie más era capaz de ver.
En una mañana en que el sol abrasaba el césped y hacía estallar las hojas de los abedules, ella estaba limpiando los vidrios de la ventana y cayó en la cuenta de que afuera el mundo estaba cubierto de nieve. El suelo era de un blanco luminoso y de los ramos de los árboles hilos de hielo pendientes brillaban como cristales. Miraba extasiada el paisaje helado que se extendía más allá de su jardín, cubría la acera y los tejados de las casas vecinas y llegaba hasta tan lejos cuanto su mirada podía alcanzar. Pero de paronto su atención fue atraída por el movimiento brusco de algo que caía pesadamente del castaño delante la casa. En un átomo de tiempo volvió a la realidad y corrió hasta el jardín donde su hijo más pequeño yacía en el suelo. Habituada a los tumbos de los hijos no se sobresaltó, levantó el niño en sus brazos, lo llevó para adentro, limpió con agua oxigenada las rodillas lastimadas, le puso mercurocromo, le besó las heridas para que se curaran pronto y se quedó sentada, con el niño anidado en su regazo, mirando a través de la ventana el jardín arrasado por el calor, que hacía poco, con sus ojos de ver más allá de su vida, ella había contemplado cubierto de nieve.
Cuando su hermana vino a pasar con ella las fiestas de Navidad y Año Nuevo, Juana le dijo que se estaba enamorando de un hombre a quien había conocido en Internet.
–No hay problema –le dijo Rita con la desenvoltura habitual–, en Internet no sucede nada. Peor sería si estuvieras enamorada del vecino.
–¿No te parece ridículo un amor virtual? –preguntó Juana con una mirada ansiosa en búsqueda de aprobación para los desvaríos de su discernimiento.
–Las ilusiones nunca son ridículas –retrucó Rita–, sólo las realidades pueden serlo.
Juana reclamó por la poca importancia que la hermana parecía atribuir a su problema, pero Rita estaba decidida a sosegarla.
–Dime, Juanita, ¿esa historia tiene solución?
–No –asumió Juana que ya había tenido tiempo de reflexionar sobre la distinción entre el real y el virtual–, no tiene solución posible.
–Entonces no es un problema –le garantizó la hermana con una lógica que a Juana le pareció imbatible–: sólo existe problema cuando existe solución. No habiendo solución no hay problema.
-¿Si no es un problema entonces qué es? –preguntó buscando encontrar alguna esperanza para su desconsuelo.
-Entonces no es nada…
Pero Juana notó que de pronto la voz de Rita se volvió vacilante y vislumbró alguna preocupación en los ojos de la hermana. Adivinó que ella tendría algo más que decir. Por eso insistió:
-¿O…?
-O es una tragedia.
Antes de partir para Santiago, mientras el cuñado le guardaba las valijas en el maletero del coche, le murmuró al oído:
–No tengas remordimientos por algo de lo que no tienes culpa.
Juana terminó por pensar que tal vez Rita tuviera razón, no merecía la pena encharcarse en melodramas íntimos cuando en verdad su pasión por Diego no había cambiado siquiera un milímetro de lugar los pilares de su vida. Todas las cosas estaban correctas, como siempre habían estado, los niños de buena salud, Pedro llevando su taller mecánico y arreglando con sus manos hábiles todo lo que se averiaba en la casa, las cosas sagradas debidamente posadas en el altar doméstico, el sexo sin placer, la alegría por hábito, el futuro con contornos garantizados, el proyecto del barco, el seguro contra todos los riesgos, la comida en la mesa, el horizonte al alcance de la mano. Y ella presente, para cuidar la vida.

La primera vez que Juana vio a Diego, ella estaba sentada en la playa, mirando a los niños que jugaban con su padre en el agua. Ella lo vio salir del mar y caminar en su dirección. Él se acostó a su lado, en la arena. Ella no dijo nada. Se tumbó para atrás, cerró los ojos, y se quedó quieta escuchándolo a tararear la Balada de un Loco. Apenas respiraba por temor a romper el momento que su deseo había materializado.
Después de ese día se habituó a verlo por la casa, andando por el patio mientras ella regaba las plantas, sentado a la mesa de la cocina cuando ella preparaba la cena, acostado a su lado en el lecho en las noches mansas de verano. Sus silencios conversaban con él. Lo llevó cogido de la mano para ver los nidos que las golondrinas habían construido en el entretecho de la casa, le avisó de que se aproximaba una tempestad cuando el viento se inmovilizó sobre el tejado y el olor de los jazmines se volvió insoportable, y cuando el suflé que ella preparaba para la cena se desmoronó le dijo: –Fue culpa tuya.
Al principio él no le respondía, pero en la tarde en que ella lo llevó a la baranda y le enseñó las begonias que, embriagadas de verano, estrangulaban los propios tallos, él le dijo:
–Las begonias estrangulan los tallos para no ahogarse en su propia savia.
Y Juana pensó en la tragedia de las cosas que no tienen solución.
De ese modo ella se habituó a compartir con él sus más recónditos pensamientos, le contaba todas las cosas y ponía mucha atención en lo que él le decía. Con el paso de los días le pareció natural andar por la casa conversando con un hombre que tenía siempre los brazos enlazados a su cintura. Pero no permitía a Diego sentarse a la mesa con la familia en las comidas. En esas ocasiones lo guardaba en el fondo del corazón, en un lugar donde ni ella pudiera encontrarlo si lo buscase mientras el marido y los hijos, como de hábito, hacían planes para la compra del barco que, desde hacía dos años, Pedro ahorraba para adquirir. En su tiempo Juana también había soñado con el barco en que habrían de navegar por la cuesta del Pacífico, pero eso fue antes de que hubiera aprendido a vivir también en el envés de los espejos.
Un día ella estaba en la cocina preparando una comida cuando Diego, que solía estar sentado allí cerca, conversando con ella en sus pensamientos, se levantó y se acercó a ella por detrás. Apañó su pelo descubriéndole la nuca y la oreja y enterró la cara en su cuello mientras sus brazos la enlazaban por la cintura. Después besó a sus hombros con besos alegres y húmedos y empezó a levantarle la falda, muy despacio, hasta que ella se quedó con las piernas descubiertas y las manos de él encontraron su sexo. Juana abandonó lo que estaba haciendo y se fue al cuarto, se acostó en la cama y dejó que Diego la acariciara con las manos que ella conocía de memoria por mucho leerlas y con las palabras que ella lo ayudaba a inventar. Gozó un placer demorado y sin angustias. Después pensó: “hay muchas formas de amar”. Besó la foto de Diego que ella guardaba celosamente en el cajón de sus ropas, se duchó rápidamente y volvió a la cocina para terminar de preparar la cena.
En medio a la novedad de sus pecados recién estrenados y la certidumbre de que el amor necesita brazos y piernas, boca y piel, sudor, saliva, y esperma, además de las palabras, Juana se sumergió en un desasosiego permanente. Devastada por la añoranza de alguien con quien nunca había estado, atormentada más por lo que no quería saber que por lo que no sabía, asumió que la vida se había transformado en un mar de improbabilidades y en su mente las imprudencias florecían salvajemente.
Por aquellos días Diego fue a Rusia y al volver le pidió su dirección postal para mandarle un regalo que le había comprado. Dos semanas más tarde recibió por correo una de aquellas muñecas rusas llamadas Matrioshkas, en madera pintada, que contienen cinco muñecas, unas dentro de las otras. Junto a ella venía una carta donde él decía: “Estás en mí como esas muñecas están unas dentro de las otras, por más que me desnude de todas mis realidades, debajo de cada camada, y hasta el fondo, siempre estás tú”. Y ella supo que él también la quería.
Esa constatación la sumió en tal estado de desasosiego que decidió hacer una limpieza general en la casa, barriendo todos los recodos, vaciando los armarios, puliendo maderas, revolviendo baúles. De la azotea al garaje nada escapó ileso de su frenesí de limpieza. Ahuyentaba con las manos las ráfagas de pájaros del pensamiento que le distraían la sensatez y parpadeaba repetidamente para apagar las estrellas de su mirada mientras baldeaba el piso de la baranda, colgaba del tendedero las colchas y cobertores, frotaba los muebles, aspiraba las alfombras, y era tan frenética su furia de limpiezas que Pedro le dijo que parase y le preguntó si quería ir a pasar el fin de semana en Santiago, puesto que sería el cumpleaños de su hermana. Juana tuvo ganas de besarle las manos de pura gratitud. Llenó el frigorífico de comida congelada, puso notas en los armarios sobre lo que los niños habrían de vestir en cuanto estuviera fuera, pegó papeles con instrucciones por toda la casa y envió un e-mail a Diego preguntándole si quería que ella hiciera algo en Santiago, pues tal vez él desease algún material para su libro. Él respondió que quería una fotografía suya en cada esquina.

Juana arrastró a su hermana por la ciudad haciéndose fotografiar en todos los lugares pintorescos, delante los monumentos, detrás de las macetas con flores, en medio de los jardines, a la puerta de las tiendas, en los peldaños de la Iglesia de San Francisco, abrazada a los árboles del Parque O’Higgins, en los paraderos de Santa Lucía y San Cristóbal, en las esquinas, en las fuentes, en las avenidas. Fue a un barcito llamado “El amor nunca muere”, en Plaza Ñuñoa, donde comió una ensalada llamada Ilusión y cuando salió y vio la luna llena brillando alta en el cielo recordó un pasaje en el romance de Diego en que él se admiraba de que la luna no se cayera sobre la Metropolitana de Santiago. Entonces se puso a llorar en medio de la calle. Sin embargo al día siguiente, cuando hacía el viaje de retorno a Viña del Mar, cargada de recuerdos de algo que nunca había vivido, volvió a enviar su pensamiento para que recogiera la imagen de Diego y lo sentó a su lado para conversar con él durante el trayecto porque acababa de enterarse de que no había otra persona en el mundo con quien quisiera compartir los argumentos que elaboraba según la estructura que fuese más útil a sus espejismos.
Mientras miraba por la ventana el paisaje que, al fin y al cabo era todo lo que tenían en común, él le explicó que la distancia física entre dos personas no importa realmente.
–Hay personas que viven bajo el mismo techo y están tan alejadas que ni siquiera consiguen escucharse cuando se hablan –le dijo.
Ella le preguntó:
–¿Y tú crees que ese razonamiento estéril me sirve de consuelo?
–No –respondió Diego–, pienso que lo que debemos buscar no es el consuelo sino el coraje.
En el mes siguiente Diego le escribió que había terminado la revisión de su novela y que estaba intentando contactar editores en Santiago para conseguir la publicación.

El otoño se aproximaba, con sus colores grises, su luminosidad sedosa, su cortejo de rituales melancólicos que ablandan el alma de los que no se agasajan contra las ternuras inverosímiles. El viento silbaba en las ramas de los abetos, las hojas doradas de los abedules bailaban sobre el césped, y en el día 19 de Marzo –como todos los años– las golondrinas emigraron para California.
Cuando, en la misma semana, los hijos fueron para un campamento y su ordenador tuvo una avería y ella lo mandó a arreglar, la añoranza que sentía de los niños y la angustia por pasar tantos días sin noticias de Diego, hicieron que se sintiera perdida en ambos mundos paralelos en que su vida se desarrollaba.
Una tarde en que sentía de manera más aguda la perversidad de la ausencia, ella encendió la chimenea, aunque el frío todavía no fuese intenso, y anidada en un sillón junto del fuego, miraba el júbilo de las llamas mientras conversaba con Diego.
–Es increíble como el espacio y el tiempo tienen diferentes significados en el mundo virtual y en el mundo real –le dijo.
Él había empezado a explicarle que en la vida somos seres biológicos y en la red somos seres bioculturales, cuando ella oyó llamar a la puerta y le interrumpió:
–Espera, llaman a la puerta, vuelvo pronto.
No esperó a que él le respondiera porque la ventaja de mantener con Diego los diálogos que su imaginación arquitectaba al sabor de sus antojos era que podía hacer el interlocutor desaparecer conforme sus disponibilidades.
Aun así se diigió al zaguán contrariada por haber sido interrumpida en un momento en que se iba a dedicar a analizar con Diego los contornos de sus irrealidades compartidas.
Abrió la puerta y Diego estaba frente a ella.
Cerró la puerta rápidamente. Respiró hondo. Pasó las manos por la cara. Volvió a abrir la puerta. Él continuaba allí. Y sus ojos le sonreían.
Ella sabía exactamente lo que debía hacer: debía saludarlo, estrecharle la mano o abrazarlo, decirle lo contenta que estaba de que él estuviera allí, que apenas podía creer que lo estuviera viendo después de ansiar ese momento por tanto tiempo. Debía invitarlo a entrar, preguntarle si él venía a Chile para contactar algún editor interesado en publicar su libro. Sí, por cierto debía invitarlo a entrar, ofrecerle una bebida, decirle que se quedase para cenar. Sobretodo debía sonreír, en respuesta a la sonrisa en sus ojos. Ella lo sabía. Sabía exactamente lo que debía hacer. Pero no lo hizo. Se quedó estática y silenciosa, los brazos caídos, los ojos llenos de él, hecha de sal, espanto y piedra.
Entonces, de pronto, ella se enteró de que estaba en sus brazos. Se sintió metida dentro de su abrazo fuerte, con la cabeza enterrada en su pecho cálido, podía escuchar su corazón latiendo y sentir su olor a pino bravo después de la lluvia. Abrió los ojos y, a la altura de su mirada, vio la curva de su mentón, el recorte sensual de sus labios, los dientes muy blancos, y, más arriba, los ojos negros y hondos que sonreían. Volvió a cerrar los ojos y lo escuchó decir con la boca junto a su oído: –Vine a buscarte, Juana, vine por ti, para llevarte conmigo.
Cuando sintió que los labios de Diego estaban pegados a su rostro y deslizaban en dirección a su boca se le ocurrió que quería morirse de repente, para que el último instante de su vida fuese aquella boca que ahora se unía a la suya, y la mojaba y la acariciaba y la mordía sin lastimarla. Sintió que él cerraba la puerta tras su espalda y la empujaba contra ella, el peso de su cuerpo amasando el suyo, su presencia inundando sus venas con una sangre que antes no corría allí. Se desnudaron con manos frenéticas, se tocaron con dedos de espuma, se miraron con ojos de hambre, se sumergieron el uno en la piel del otro, y navegaron juntos en un océano abismal, entre peces plateados y corales luminosos, diciendo a la vez todas las palabras tantas veces escritas y que ahora la voz hacía verdaderas. Sudando nostalgias por los poros húmedos, despedazando distancias con las uñas, rasgando el tiempo con los dientes, se ahogaron juntos en un abismo revestido de terciopelo azul oscuro.
Después se quedaron largo tiempo tumbados en la alfombra y sumergidos en el juego de luces y sombras que la tarde diseñaba en el suelo, sin conseguir despegar los ojos, las manos, los cuerpos, queriendo en un instante verse enteros y por partes, tocar cada centímetro de la piel y del alma, saber todo, contar todo, hablando de todas las cosas que ya se habían dicho mil veces en un universo paralelo hecho de silencios irreales.
Juana cayó en la cuenta de que estaban desnudos, acostados en el suelo de la sala, cuando oyó el coche de Pedro entrar en el garaje. Sin decir una palabra trataron de vestirse rápidamente y estaban parados uno delante el otro, con las ropas, el cabello y el desespero en completo desaliño, las miradas perdidas en el desorden de las sensaciones sin rienda, cuando Pedro asomó a la puerta de la habitación. Les miró por algunos segundos con una mirada intensa y dolorida, luego les volvió la espalda y se alejó sin una sola palabra.
Más tarde Juana recordaría vagamente las palabras con que había explicado a Diego que no se iría con él y que debería irse y no volver jamás. También habría de recordar, pero eso con bastante nitidez, las manos silenciosas que parecian nacer de sus ojos y que intentaban asegurar y retener a la silueta de Diego cuando él se alejó por la vereda de castaños. Y recordaría que su alma se arrastraba tras sus pasos. E iba de rodillas.
Constató que no había siquiera un centímetro de su vida que no le doliese, aun así cerró la puerta, atravesó la casa y fue hasta al patio donde Pedro se estaba parado, pareciendo no mirar a parte alguna. Ella se puso delante de él, para que pudiera verla, como si le dijera: estoy aquí.
–¿Te vas con él? –le preguntó Pedro. Y Juana supo que su marido se había percatado de que en los últimos meses su brújula había enloquecido y ella vivía dividida en dos, su unidad perdida, su norte desencontrado.
–No –Juana respondió–, me quedo aquí contigo, cuidando la vida.
Después volvió a su sillón junto a la chimenea donde el fuego se había extinguido y se quedó allí hasta que cayó la noche, sintiendo que su alma se enrrollaba en sí misma. Cuando la conciencia de su presencia física en el mundo real empezó a recobrar la forma, Juana recordó las flores de las begonias que estrangulaban sus tallos para no ahogarse en la propia savia.

MARIÉN

Foto de Beatriz Morán

–Empiezo por decirle que yo soy una persona seria. Tengo un currículo académico y una historia de vida que lo comprueban. Puedo demostrarlo: el currículo, no la historia, las historias personales no se muestran, sólo su saldo es visible; positivo o negativo, se ve al final del recorrido del tiempo, cuando el blanco de las sienes y las hormonas de reposición restablecen la verdad en el cómputo general de las columnas del activo y del pasivo. Y además de seria, soy sensata. Si hay algo de lo que me enorgullezco es de ser una celosa madre de familia, una profesional honesta y una ciudadana útil a la sociedad. Sí, seguro, siempre supe que tenemos aspectos en nuestra personalidad que no son completamente conocidos, hay áreas cenicientas, zonas de sombra, algo de escarcha y niebla, lo sé, la ciencia lo explica cuando no lo baraja, pero en fin. De todos modos puedo afirmar que jamás permití que esas siluetas menos luminosas se asomasen al balcón de mi vida pública, por decirlo de algún modo. Tuve el cuidado de mantener a mis fantasmas privados al resguardo de cualquier mirada indiscreta y si alguna vez –y debo admitir que ha sucedido– alguien se enteró de que había bultos enmascarados recorriendo mis íntimos senderos, ésos fueron mis familiares más próximos, marido, hijos y madre, en ese orden de información y con exclusividad.

–Muy bien, sigo: esto expuesto y a bien de la verdad, no puedo decir que nunca sospeché de la existencia de algún otro Yo dentro de éste que aparento y exhibo; un súper ego, por supuesto –¿Y quien no lo tiene?– con su correspondiente id debidamente controlado puesto que la información científica sobre esos temas es accesible, si no a las masas por lo menos a quien tenga pincelado el intelecto con el barniz de una educación de nivel superior, como es mi caso; un lobo estepario, tal vez, pero debidamente entrenado para no ensuciar con sus patas la alfombra de las etiquetas, seguro que usted ha leído a Hermann Hesse; quizá un Dasein, sintiéndose culpado por no ser el fruto de su propia creación, pero de Heidegger por supuesto usted sabe más que yo. Como ve, todos esos fenómenos no me eran desconocidos ni me fue ajeno el cuidado de mantenerlos reducidos a sus debidas proporciones. Pero con ella no contaba. Se me apareció un día con estatuto de alma melliza, otro yo, segundo ser, como le quiera llamar, habitando el caparazón de mi dimensión corpórea. Dijo que se llamaba Marién. Ésta es la razón por que vengo a consultarlo, doctor.

–Pregunta usted cuál fue mi reacción. Bien, no se puede decir que no haya intentado convivir pacíficamente con la persona esa que se me presentó, mejor dicho que me empujó hacia un lado para que le cediera espacio en mis circunscritas realidades, sí que lo hice, en verdad tengo algunos conocimientos de psicología, aunque principalmente de psicología social –¿Le dije que soy socióloga?– pero no, el problema no se encuentra en elaborar un esquema para una coexistencia armónica, sino en mantener determinados trazos de su personalidad ceñidos en un ámbito razonable.

–¿Que le dé un ejemplo? Por supuesto, figúrese usted que ella habla español. Sí, usted lo escuchó bien, fue lo que dije: habla castellano. Dice que es de Andalucía, descendiente de moros, gitanos y judíos. Naturalmente, en cuanto al habla castellana, le dije que no me parecía practicable, puesto que mi idioma materno es el portugués, mi familia es lusitana desde los tiempos de D. Afonso Henriques, que me conste nunca hubo en nuestro árbol genealógico ningún fruto cogido por manos que se hubieran extendido desde el otro lado de la frontera. Así que, cómo vamos a entendernos, le pregunté educadamente. Dio de hombros. Ya veremos, respondió con displicencia. Por hablar de eso, es una persona displicente, debo decirlo. Lo noté de pronto, porque no compartía mis preocupaciones. No parecía importarle la cuestión del idioma y la consecuente carga cultural que eso implica. Usted sabe a qué me refiero, los pisos con azulejos, el sol entre las ramas de las enredaderas, el sonido del agua en el surtidor, el aroma a azahar, las columnas mudéjares, las violetas, o por otras palabras, la sombra, el silencio y el embrujo de un patio andaluz a las dos de la tarde. Una necesita una estructura especialmente dotada para cargar con la imaginación de otra persona además de la nuestra, sobre todo si la otra es andaluza. Sí, que no quepan dudas, el ser andaluza altera considerablemente las proporciones de la cuestión a causa de la soleá, la luna mora, el mantón de Manila, el duende y el clavel. Por no hablar de los palos del flamenco. Como ve, no es un tema que deba ser tratado con liviandad, una pasa la vida fortaleciendo a sus columnas íntimas para sostener la propia herencia cultural y de pronto nos surge un otro yo, huido de un patio andaluz, y tenemos que hacer que quepan mezquitas, arrayanes, rosas de los vientos, barrios de la judería, tardes de toros, alcázares, caballos árabes y olivos en nuestra propia arquitectura interior, a mí me parece una ecuación con demasiadas variables, por no decir que estamos al borde del absurdo. Ya me dirá usted lo que piensa, por cierto ha estudiado esos casos.

–Bien, de acuerdo, digamos que la cuestión del idioma y su respectiva carga cultural sería manejable, si no fuera otro aspecto que a mí me parece que escapa a los cómputos de la matemática existencial: es que además de andaluza, mora, gitana, judía, displicente y de habla castellana, también es poeta. Sí, lo que le digo, de ésos que escriben versos. Ni más ni menos. Que lo lleva en la sangre, dice. Supongo que tiene que ver con los duendes que antes mencioné. Parece ser algo incontrolable, como una arritmia cerebral o algo semejante, se da a la métrica y la rima, y a sabiendas de que con eso una no conlleva la vida de todos los días, hay que pensar que las cosas verdaderamente importantes –al contrario de lo que pueda parecer a muchos y entre ellos a los poetas– están en lo cotidiano, los cuidados de la familia, la casa, el trabajo, los compromisos, la vida social por reducida que sea, la salud sobre todo, en fin, lo esencial está en todo el mecanismo organizado para sustentar la vida y –hay que decirlo– a la sociedad en la que estamos insertos y de la cual somos células. Ésa es la verdad y lo contrario es el caos, aunque ella diga que lo contrario es la poesía. A mí me parece discutible. Aun desde aquí, mirando desde esta perspectiva, es decir en esta posición en que le hablo, acostada en el diván, cuando los pensamientos parecen surgir de abajo para arriba y no de adentro para afuera, me sigue pareciendo discutible.

–Pues como le decía, suele poetizar. En las horas menos apropiadas, en los momentos más inesperados, cuando se hace necesaria la serenidad para la toma de decisiones, la firmeza para la conducción de los asuntos, la crudeza para hacer frente a los desafíos de la vida, ella poetiza. Delira en forma de versos, digo yo. Hay caballos galopando en las noches, misterios descifrados en penumbras, un minotauro en su laberinto, polvo de oro y arreboles, además de algunas cosas extrañas que, conforme juzgo haber entendido, tienen que ver con olvidos amarillos, desiertos en tinieblas, manantiales, mareas, golondrinas y, a veces –aunque más ocasionalmente– orquídeas y paradojas. Vea usted la situación. ¿Qué puede una hacer, impotente e ignorante, ante tan asombrosas fuerzas y tan contradictorias? Dice que son metáforas. Supongo que también esos detalles los conocerá usted de los compendios médicos, estoy informada de que la psiquiatría está muy avanzada en esos temas.

–¡Pero que no! ¿Cómo no va a ser de conocimiento público? Mantenerla al abrigo de los ojos ajenos, ocultarla a la curiosidad de extraños, enmascarar los síntomas y las evidencias, borrar vestigios, eludir ardides, eso es lo que querría yo, pero… ¿de qué manera? Usted dígame cómo, de qué modo, si se metió en Internet y de allí no hay quien la desconecte. Sí, por cierto, anda en la red como si estuviera en casa, armó el tablado y se instaló de alpargatas y rosa en los cabellos. ¡Pues, si le digo que está como en su patio! Frecuenta talleres literarios, salas de chat, páginas de poesía, sitios de cultura general, bibliotecas virtuales, observatorios de la ciber sociedad, foros, blogs, lo que venga. Dice que necesita navegar, que uno debe expresarse, compartir opiniones, intercambiar ideas. Sí, en ese aspecto no le va mal, se comunica, tiene compañeros de red e incluso amigos fiables, algunas esporádicas aventuras románticas, cada vez más esporádicas y cada vez menos románticas, por suerte o por desgracia, no lo sé, de esos mundos virtuales una no sabe nunca nada. No, eso no, afortunadamente no le dio por frecuentar sitios de sexo virtual ni de pornografía. Dice que es por ser poeta que no le da por esas cosas. Que necesita integración emocional, es lo que afirma. Supongo que trata de interiorizar la percepción del binomio espacio/tiempo reducido a las realidades cibernéticas. En cuanto a mí no tengo por hábito maquillar la nomenclatura: las cosas son lo que son, información, comunicación y tecnología, son los tres ejes fundamentales de la ciber cultura, aunque a ella lo que le atrae en el mundo virtual son las emociones: alegrías, esperanzas, desengaños, frustraciones, euforia, desaliento, intimidad, devaneos, fantasía. Supongo que siendo ella misma un otro yo, busca interactuar con el otro yo de los demás, con quien identificarse y en donde encontrar solidaridad. Dice que son las emociones que la tienen enganchada a la red. Vea usted qué lejos va una a buscar la gratificación para sus carencias.

–¿Que por qué no la desconecto? No puedo, le dan las tres cosas, a sabiendas: los suspiros, los gemidos y el llanto, en ese orden, aunque pensando bien, en las tardes de lluvia pueden darse en el orden inverso. Y además mira de soslayo a las paredes como si quisiera sorprenderlas. Dice que busca atisbar en la cal las grietas de las canciones. Al principio supuse que serían las grietas en la pared, pero no, las grietas son en las canciones. No me hago idea de lo que quiere decir con eso. No es todo lo que consigo entender, algunos de sus procesos mentales se me escapan. Pero lo que pude notar es que a causa de tales grietas a veces se echaba a dormir tardes enteras, como si no quisiera estar. O como si no quisiera ser, lo que no es lo mismo aunque bajo determinadas circunstancias se puedan confundir los dos estados. Ahora por hablar de eso, y mirando hacia atrás, me parece que fue así como empezó a irse. Con lo de las tardes durmientes. Se durmió tres semanas y luego declaró que se iba. Que echaba de menos a su patio andaluz, dijo. Que tenía que encontrar a la rosa de los vientos para buscar el rumbo del Sur. Que había un jardín en donde alguien la esperaba a la sombra de los arrayanes, y en cuanto a eso debo admitir que escuché como un murmullo de voces que la llamaban. Habló del olor a canela y a jazmín que volvían el aire más delgado y la vida más antigua pero no aclaró de dónde soplaba el aire. De manera que se fue, un poco como quien parte, un poco como quien olvida. La llamé: Marién. Pero ya se había ido.

–Sí, es como le digo, se fue. Así que ahora ya sabe usted mi historia, y además ya se debe haber agotado el tiempo de la consulta, ¿verdad? Estoy segura de que en los muchos estudios que usted ha hecho (sé que tiene una larga experiencia profesional, importantes trabajos publicados y participaciones de relieve en congresos médicos), por cierto debe de haber conocido casos semejantes, los ha estudiado y sabe el santo y la seña para solucionarlos.

–¿Cómo dice? ¿Que si Marién ya se fue el asunto está solucionado? ¡Ah, no! Me temo que no haya entendido, doctor, seguramente no me expliqué con claridad: vine a consultarlo porque quiero que vuelva.

FACUNDO RONCHES O EL AMOR SALVAJE

Foto de Beatriz Morán

–Siempre tuvo aptitud para la pasión, pero le faltaron oportunidades para ejercerla –dijo el Funcionario–. La vida lo llevó por otros caminos. Sin embargo la pasión lo acompañó siempre, aunque arrastrándose a la vera de las rutas, escondiéndose en los matojos para no ser vista y no molestar. No obstante estaba allí, esperando ser llamada, aguardando la ocasión para ser útil. Paradojalmente, era una pasión sensata.
–Hablás como un poeta –observó el Periodista, un poco como quien pregunta, un poco como quien constata.
El Funcionario no supo cómo debía interpretar esas palabras; en su rostro arrugado, al cual una nariz respingona daba un aire de niño viejo, se traslucía la búsqueda de un tono de reproche o ironía en la observación del Periodista.
–Confieso que a veces me permito alguna incursión en el territorio de los versos –respondió en tono defensivo-, pero puedo asegurarle que llevo a cabo mis tareas con el máximo rigor técnico.
Como el Periodista se mantuvo en silencio alisando la barba que le adornaba el mentón cuadrado y prominente, en actitud de espera, prosiguió:
–Tal vez por eso se dejó enredar en las mallas de la fantasía y creyó poder traspasar la frontera entre el mundo real y el mundo virtual.
El Periodista miró el reloj y constató que ya conversaban hacía media hora y todavía no tenía más elementos que los datos sobre la infancia de Facundo Ronches pasada en Villa Urquiza donde su padre tenía una peluquería, su juventud mal gastada en los bares de la Ribera del Riachuelo, Barracas, San Telmo y Boedo, su trabajo, primero como vendedor de libros en las ferias de Buenos Aires y después como delegado comercial de mercancías diversas en la provincia y, finalmente, el matrimonio desastroso y el trabajo como vendedor de fotocopiadoras en La Plata.
–Admito que no alcanzo a captar cómo fue que Facundo Ronches, de vendedor de fotocopiadoras mal casado pasó a profesor de escritura creativa y seductor virtual –observó el Periodista para acortar camino y llegar a los hechos que le interesaban directamente.
–Internet es un espacio que posibilita la auto creación –opinó el Funcionario, que había retomado el aire de eficiencia burocrática y consultaba varios folios repletos de apuntes, antes de continuar–: Datan de cuatro años atrás las primeras constancias de su presencia en las páginas de literatura de Internet frecuentando cursos de escritura creativa y exponiendo cuentos y relatos de su autoría; enseguida empiezan a surgir sus intervenciones corrigiendo los textos de sus compañeros y sus comentarios transmitiendo a los demás las nociones que aprendía en los talleres; al mismo tiempo, sus propios trabajos literarios iban ganando peso y valor; el reconocimiento de su talento y aptitudes se fue afirmando y se volvió bastante conocido y apreciado en varias páginas literarias como escritor y en diversos talleres de escritura creativa como maestro.
Al escuchar la descripción de las actividades de Facundo Ronches en el ciber espacio el Periodista atisbó una aproximación al episodio de las novias virtuales y sacó del bolsillo su libreta, preparándose para apuntar algún dato que le fuese útil para el artículo. Sin embargo el Funcionario se demoraba en describir con detalles la “pesadilla sin anatomía” que era como adjetivaba el matrimonio de Facundo Ronches. Finalmente estableció una obscura aunque no absurda ligazón entre los hechos, trazó un paralelo entre la frustración, la fantasía y la imprudencia, y encauzó la narrativa para aquello que llamó “el trayecto de los amores irresponsables” de aquel a quien ahora los periódicos apodaban “El Salvaje”.
Inclinó sobre sus papeles la cabeza calva y aclaró la voz antes de proseguir:
–Según consta en diversas páginas de Internet, Facundo Ronches amaba a cada mujer como si fuese la única. Todas tenían en común el interés por la literatura, participaban en foros de debate donde lo conocían y aprendían a admirar su talento como escritor y como maestro de técnicas de narrativa. Después la relación de camaradería en los paneles de mensajes evolucionaba en una relación amorosa primorosamente cultivada a través de correos privados y encuentros en el Messenger. El Funcionario levantó la cabeza, fijó sus pequeños ojos azules en la mirada neutra de su interlocutor y declaró en tono convencido:
–Facundo Ronches había descubierto lo que él mismo designaba como “el amor salvaje”.
–De ahí el apodo… –concluyó el Periodista garabateando un breve apunte en su libreta.
El Funcionario no se dejó interrumpir:
–En general sus conquistas eran señoras de mediana edad, a excepción de la joven valenciana, y él parecía tener un don especial para hacerlas felices: en los encantos del amor galante se sentían jóvenes y capaces de emociones tal vez olvidadas bajo el peso de los años; a las gordas les hacía sentirse lozanas y sensuales; las escuálidas se sentían esbeltas y elegantes; las tímidas se volvían osadas; las indecisas se asumían atrevidas; las púdicas pasaban a ser liberales; las medianamente inteligentes se volvían brillantes; en las menos dotadas él descubría un encanto especial del que ellas todavía no habían tomado conciencia; de una manera general todas se sentían hermosas, deseables y amadas. Cada una creía ser el primero, el último, el único amor de Facundo Ronches. “Esperé cincuenta años para descubrir el amor contigo”, escribía a cada una de ellas simultáneamente y con una convicción que no dejaba margen para dudas.
–En otras palabras, Facundo actuaba como un sustituto hormonal –comentó el Periodista mientras miraba el reloj constatando que eran las seis de la tarde. El material tenía que estar en la rotativa a la medianoche. Al día siguiente la noticia de la extradición de El Salvaje para España aparecería en todos los periódicos y el jefe le había encargado un artículo que no se limitase a los procedimientos jurídicos y diplomáticos. Tuvo que sobrepasar los escollos de la burocracia y recorrer de arriba a abajo los escalones diplomáticos y forenses para llegar hasta el obscuro funcionario que por lo visto sabía todo sobre la historia de Facundo Ronches y sus amores malsufridos.
El Periodista llamó al mozo con un chasquido de sus dedos, desde el rincón más apartado del café en el que se hallaban, para pedir otras dos cervezas.
Mientras tanto el Funcionario se sacó las gafas, las limpió cuidadosamente con el pañuelo, para luego continuar su relato:
–A esas alturas lo despiden del trabajo, lo que debe de haber precipitado sus planes de librarse de su matrimonio fallido y empezar una vida nueva, en España, donde realizaría dos de sus sueños: tener un hijo y establecerse en la vida real como profesor de narrativa. Con esos objetivos planeó su unión con la joven novia que vivía en Valencia y la creación de un taller presencial de escritura creativa en esa ciudad. Como ahora se constata Facundo Ronches no tenía conocimiento de la realidad del mercado español ni conciencia de las trampas que a veces el destino nos prepara.
En ese momento el Periodista se dio cuenta de que después de recorrer los laberintos de la vida del investigado el Funcionario había entrado en la médula de la trama. Consultó rápidamente su libreta de apuntes.
–¿Ésa fue la primera o la última? –inquirió entre dos sorbos de su cerveza helada, limpiándose enseguida el bigote con un gesto de los dedos pulgar e índice.
–La primera a quien encontró al llegar a España –respondió el Funcionario que no había entendido la pregunta y, además, estaba interesado en seguir el orden cronológico de los acontecimientos y aún estaba lejos del desenlace –. Sin embargo hay un detalle que no puede ser dejado de lado, pues se refiere al proceso por daños y perjuicios que hicieron a Facundo Ronches en Argentina, el cual condujo a su localización en España y a las investigaciones subsiguientes, lo que culminó en el proceso de extradición.
–Siga, siga –invitó el Periodista buscando una posición más cómoda mientras con los dedos echaba atrás la melena gris y revuelta. Pensó que al fin y al cabo era una ventaja que no le hubiesen permitido grabar la entrevista, de lo contrario tardaría horas en quitarle tanta hojarasca al relato. Además, eso no le había causado ninguna preocupación, contaba con su memoria entrenada y su experiencia de veterano para extraer el jugo de las informaciones, eliminando los detalles superfluos.
–Facundo Ronches tuvo que enfrentar el hecho de que no tenía medios económicos para viajar a España. No obstante, por aquella época había conocido a una señora casada, también residente en La Plata, con quien rápidamente estableció una relación amorosa por lo visto fulminante, y propuso a la dama que dejase al marido y se fuesen los dos a vivir en España, lo que ella aceptó. Quedaron en que él iría antes, para establecerse con su taller presencial de narrativa y buscar alojamiento para ambos, y luego viajaría ella, por lo que la referida señora le compró el pasaje de avión para España, le adelantó el dinero para los primeros gastos y se quedó esperando, en ascuas, que Facundo le avisase de que podría ir a su encuentro antes que el marido descubriese que ella había usado su tarjeta de crédito para costear esos gastos.
El Periodista sonrió, divertido, echando hacia atrás su tronco corpulento y empezando a pensar que al final no había sido descabellada aquella búsqueda minuciosa de los antecedentes que el Funcionario había llevado a cabo seguramente compelido por su vena poética y el interés en los aspectos románticos del caso. La historia de El Salvaje, bien trabajada, resultaría un artículo digno de la primera página.
-Supongo que nunca más tuvo noticias de él…
–Nunca. De ahí el proceso por daños y perjuicios.
Enseguida el Funcionario separó sus papeles en dos rimeros, uno de los cuales dejó posado a un lado de la mesa y, frotando las manos una en la otra como si se preparase para comenzar una nueva tarea, declaró que empezaba ahí la secuencia de los cataclismos amorosos de Facundo Ronches en España.
–¿Por cuál empezamos? –inquirió el Periodista que ya había decidido comer algo y estiraba el cuello buscando al mozo desde detrás de la columna que los ocultaba–. Me acompaña con un sándwich? Por lo visto hoy no habrá tiempo para cenar.
–Sí, para mí un lomito en pan árabe, pero pago mi parte, gracias –aceptó el Funcionario cortésmente–. Empecemos por la muchacha de Valencia con quien Facundo pensaba irse a vivir cuando llegó a España. Un percance le impidió de quedarse con la joven, que era separada y con un hijo; eso se debió a que el marido, al tener conocimiento de que ella se proponía recibir en su casa a un novio virtual, amenazó con suspenderle el pago de la cuota alimentaria, por lo que la joven, conociendo las dificultades de los inmigrantes suramericanos para conseguir trabajo en España, y ante la certeza de tener que buscarse un empleo para su propia subsistencia, la del niño y la de Facundo Ronches, le comunicó que quedaba sin efecto la programada unión, al mismo tiempo que daba por cerrado el romance antes que llegase al rellano de la cruda realidad cotidiana.
–¿Y entonces él…? –inquirió el Periodista con las cejas arqueadas y la frente fruncida evidenciando su interés y concentración en el tema.
–Él tomó un tren para Albacete donde tenía otra novia –informó el Funcionario prontamente–. Debido a ese desaire amoroso que le cambió los planes y gracias a la inmediatez de las comunicaciones por Internet, Facundo Ronches reavivó inmediatamente la pasión salvaje que mantenía con una señora residente en Albacete.
–Ésa fue la segunda que él... –intervino el Periodista interrumpiéndose al ver que el mozo finalmente se acercaba a la mesa para tomar el pedido.
–Precisamente, el segundo vértice del triángulo –asintió El Funcionario cuando volvieron a estar solos–. Le aclaro ese episodio que es bastante complejo: al fin y al cabo, Facundo Ronches, amante virtual ahora traspuesto a la plataforma de la realidad, llegó a Albacete donde encontró a su novia, una señora de mediana edad, libre, independiente, con una situación estable, y ahí inauguró una nueva vida en plena prosperidad romántica y erótica. Todos sus problemas parecían estar solucionados, a excepción del taller presencial de técnica narrativa que realizaría su sueño de ser profesor en la vida real. No logró ese objetivo, pero no se dejó desmotivar por el percance. El entendimiento entre ambos era tan perfecto que decidieron crear un foro literario en Internet, administrado por ambos. Fue entonces cuando Facundo Ronches cometió un error.
–¿Sólo entonces? –preguntó el Periodista en tono de ironía, a lo que el Funcionario no respondió, limitándose a sonreír discretamente, conciente de que la ética no le permitía emitir juicio sino que debería circunscribirse a lo acreditado por la prueba documental.
–El error de Facundo Ronches fue haber titulado el nuevo foro con el nombre de “El amor salvaje” –aclaró el Funcionario–, porque por las facilidades que ofrecen las herramientas de búsqueda, las señoras con las que él se había relacionado, y que se consideraban únicas destinatarias de su amor salvaje, localizaron la página e identificaron a su creador por esa expresión casi cabalística en el lenguaje de sus afectos, ahora promovida a título de foro literario.
–¿Ellas participaban en el foro? –preguntó el Periodista interrumpiendo el gesto de morder el sándwich que aseguraba con ambas manos para que no se le escaparan el jamón, el queso, el huevo duro, el tomate y la lechuga.
–Sí –confirmó el Funcionario–. Reconocieron la clave con la que él abría las puertas de los corazones solitarios y empezaron a colgar sus poemas, relatos, cuentos, crónicas y comentarios, que hablaban de sus relaciones apasionadas con Facundo Ronches, con la particularidad de que todas contaban lo mismo, aunque en distintos géneros literarios y diferentes estilos, puesto que él usaba las mismas fórmulas en todos sus asuntos amorosos.
En este punto el Funcionario tomó una de sus notas y pasó a leer la lista de los textos que habían circulado por los buzones de correo de tantas mujeres: la declaración inicial “quiero amarte salvajemente” que cada una había recibido como un toque de magia que le modificó la existencia; el fragmento “Toco tu boca”, de la obra Rayuela, de Cortázar, en grabación de audio recitado en la voz del propio Facundo, con entonaciones que darían envidia al mismo Julio Sosa; la célebre fotografía “El beso”, sacada por Robert Doisneau en la plaza del Hotel de Ville, en Paris, en 1950, en la cual Facundo Ronches escribía de puño y letra “Quiero besarte en una calle de Paris” y escaneaba para enviar; las cartas en que el mismo texto se repetía con pequeñas variaciones adaptadas a cada caso concreto y que terminaba siempre con la frase “Besos desesperados por más besos”; el poema de Gonzalo Rojas “¿Qué se ama cuando se ama?”, recitado por Facundo y grabado en vídeo; los versos, de su autoría, escritos a la mujer amada, es decir, a cada una y a todas ellas.
El Periodista garabateaba apuntes en su libreta.
–En fin… –aquí el Funcionario hizo una pausa y su rostro asumió lo que podría ser interpretado como una expresión de pesar– en aquellos escritos estaba Facundo Ronches entero, con la brillantez de su expresión escrita y la magia de sus sueños, con su vocación simultanea para el amor y la literatura, su dominio del arte del galanteo, su poder de seducción, su entrega apasionada, su lirismo urbano, su alegría sencilla, su capacidad para enamorarse y para celebrar el amor. En suma, el pleno ejercicio de la aptitud para la pasión que ya mencioné.
En este punto el Periodista creyó constatar que el Funcionario nutria una secreta admiración por El Salvaje y concluyó que, al fin y al cabo, su pendón poético le resultaba ventajoso: nunca conseguiría tantos detalles de un burócrata común.
–¿Y qué sucedió? –preguntó el Periodista empezando a enhebrar los acontecimientos pero sin todavía alcanzar a ligarlos con el desenlace que ya conocía pero no lograba comprender.
–Sucedió que la novia de Albacete, al enterarse de las infidelidades cibernéticas de Facundo Ronches, decidió poner punto final a la relación en ambos planos, el real y el virtual: lo puso fuera de casa, el grupo literario fue cerrado y Facundo Ronches desapareció de Internet.
El Periodista se detuvo con el vaso de cerveza en el aire:
–Pero falta la de Benidorm…
–Realmente, una de las involucradas en el ciber escándalo del foro virtual, en el que se encontraron las novias y quedó al descubierto el esquema del amor salvaje, decidió perdonarle y lo acogió en su corazón y en su casa. Ésa es la de Benidorm.
–Se podía suponer que serían felices para siempre –observó el Periodista mirando su libreta de apuntes para verificar la secuencia de las ciudades y correspondientes novias. Comprobó que la narración del Funcionario, a pesar de los arrebatos líricos con que la adornaba, seguía la línea geográfica de los acontecimientos contenidos en el triángulo formado por las ciudades de Valencia, Albacete y Benidorm.
–Sí, de veras, parecía que había terminado la desventurada peregrinación de Facundo Ronches por la realidad del lecho de sus amantes virtuales. Sucede que fue entonces cuando, en la secuencia de haber sido citado por comisión rogatoria en el ya mencionado proceso por daños y perjuicios interpuesto en Argentina, fue localizado por la policía española, por lo que la compañera del momento, la de Benidorm, al enterarse del fraude cometido contra la ex novia de Buenos Aires también lo abandonó.
–Sin embargo, la de Argentina le dio el dinero porque quiso… -consideró el Periodista admirado de que por ese motivo le iniciara un juicio.
–No hay nada tan vengativo como una mujer engañada –sentenció el Funcionario que seguía comiendo tranquilo, mientras el Periodista miraba el reloj una vez más y calculaba el tiempo que tendría para redactar su artículo.
–Así que Facundo Ronches se vio una vez más sin novia –insinuó intentando apurar el desenlace, pero el Funcionario estaba demasiado ocupado en masticar a la vez que consultaba sus apuntes y tardó un rato en responderle.
Por fin terminó su lomito, vació de un sorbo el vaso de cerveza, se limpió cuidadosamente la boca en la servilleta, respiró hondo y enumeró, enfatizando el conteo con los dedos:
–Sin novia, sin casa, sin trabajo, sin visa de permanencia en el país, sin dinero y sin ilusiones.
–Estaría desesperado, no? Fue entonces que…
–Sí, seguramente lo estaba, pero aún hizo una tentativa para recomponerse de los sucesivos desastres: antes de embarcar como pasajero clandestino en el barco de carga que lo trajo de vuelta a Argentina, volvió a Valencia donde fue visto vendiendo navajas en el puerto. Hay una declaración testimonial que lo refiere preguntando a las turistas que se le acercaban: ¿y vos, con esos ojos, pa qué querés un puñal?
Al relatar ese episodio el Funcionario meneó la cabeza, aparentemente apenado, mientras guardaba sus papeles en una vieja carpeta de cuero:
–Lamentablemente a estas alturas ya habría perdido la razón –empezó a decir, pero al pronunciar esas palabras se interrumpió bruscamente, advirtiendo que había dejado transparentar lo que era una interpretación suya y no un dato concreto del proceso. Intentó componer el desliz–: Es decir, nada indica que hubiese perdido la razón, no debería haber expuesto esa opinión que es enteramente subjetiva y de la que no hay constancia.
El Periodista lo tranquilizó dando una leve palmada en su brazo mientras le dirigía una mirada cómplice:
–Usted tiene derecho a su opinión, no voy a divulgarla, además sabe perfectamente que ni siquiera su nombre será mencionado, fue lo que se acordó. Mi artículo será simplemente “información obtenida de fuente fidedigna” que es lo que decimos cuando no podemos divulgar cómo o de quién obtuvimos los datos.
–Ya que pone las cosas de esa manera puedo decirle que tengo una teoría que tal vez le sea de utilidad, aunque enteramente subjetiva.
–Adelante! –invitó el Periodista.
–Facundo Ronches hizo felices a sus mujeres hasta el final. Se reconcilió con cada una de ellas y las tres le perdonaron, le aceptaron de vuelta, le abrieron los brazos, –en ese momento la voz del Funcionario se volvió contundente-, literalmente le abrieron los brazos, cuando él, al final, las visitó, una tras la otra, respectivamente en Benidorm, Albacete y Valencia, haciendo el recorrido inverso al que había hecho al conocerlas.
–¿Por qué piensa que eso sucedió? –indagó el Periodista presintiendo que finalmente iba a entender lo que para él permanecía inexplicable en la magnitud del desenlace.
–Porque en ninguno de los casos hubo vestigios de lucha y evidentemente cada una de ellas estaba en sus brazos cuando las mató, de otra forma no podría haberles seccionado la carótida con los dientes.