martes, 24 de febrero de 2009

PRÓLOGO: LA VIDA DE LOS AFECTOS EN EL UNIVERSO PARALELO DE INTERNET

Foto de Beatriz Morán

¿Qué buscan las personas en la red? Información, conocimientos, cultura, diálogo, emociones, aventuras, afecto, satisfacción sexual, protagonismo. En algunos casos buscarán la fuga del mundo real y de sus propias circunstancias, donde están condicionados por su estado biológico y por su herencia cultural. En la red las personas pueden borrar los contornos de su existencia y presentarse con las características que tal vez desearían poseer en su vida verdadera.
En Internet los individuos se encuentran libertos de los parámetros convencionales del espacio y del tiempo y de las coordenadas impuestas por el estado biológico, herencia cultural, limitaciones del ámbito familiar, social y profesional. Además, el anonimato les garantiza la impunidad de sus actos.
En un paisaje de dimensiones sin límites, donde el tiempo y el espacio tienen un significado distinto de lo que se conoce en el mundo real, el hombre se cree infinito, omnisciente, omnipresente, todo-poderoso. Algunos se sienten dioses. Y los dioses pueden ser bastante crueles.
Además de su papel como fuente de información y difusión cultural, Internet es una telaraña de relaciones personales. La comunicación instantánea a través del correo electrónico y del Messenger, los encuentros en las ventanas de Chat y en las redes sociales, la fluidez del lenguaje y el acceso a los medios de transmisión de voz e imagen, hacen posible el establecimiento de lazos de intimidad y confianza.
En Internet se construyen amistades profundas, relaciones afectivas honestas y edificantes lazos de compañerismo y solidaridad. Sin embargo, siendo la palabra el único puente que liga a los cibernautas –que no pueden verificar la autenticidad de lo que encuentran– la red también se presenta como el escenario ideal para los desvaríos de la imaginación y el individuo fácilmente se lanza por los caminos de la fantasía, impulsado por la necesidad de gratificación de sus carencias emocionales y sexuales. Eso tiene como resultado la formación de conceptos sobre los demás que no siempre corresponden a la realidad sino que frecuentemente son creaciones de la imaginación en búsqueda de un ideal ilusorio. No es raro que ese ideal zozobre frente a una realidad engañadora, construida sobre mentiras y promesas incumplidas.
En Historias del Mundo Virtual son relatadas las travesías de las fronteras entre el mundo real y el universo paralelo de Internet, en las cuales los protagonistas son viajantes que exhiben el corazón como pasaporte. Cualquier semejanza con la realidad no es mera coincidencia: son casos que suceden en Internet, todos los días, a millares de personas.
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PRÓLOGO DE HISTORIAS DEL MUNDO VIRTUAL EN LA VOZ DE

BEATRIZ SALAS

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Histórias do Mundo Virtual
Edición en portugués
Ilustraciones por Beatriz Morán
Ed. Movimento/Crivella/AlegrePoa, 2009
Finalista del Premio Açorianos de Literatura 2010
Secretaria de la Cultura, Porto Alegre, RS, Brasil
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MIS AGRADECIMIENTOS A

Gissel Escudero (Uruguay)
Inés Mula Gil (España)
Juan Sorroche (España)
Justi Zapico (España)
Rafaela Pinto (Argentina)

por la revisión de la versión en español, la información sobre sus países, las opiniones y sugerencias en cuanto al estilo y, sobre todo, por la solidaridad.

VIRTUAL KILLER

Foto de Beatriz Morán

Eran de color ámbar salpicados de verde.
Al mirar las manchas amarillas que las farolas ponían en los charcos, el inspector Jorge Marques recordó los ojos desmesuradamente abiertos de la niña muerta. Aspiró profundamente el aire húmedo que olía a castañas asadas y, con un manotazo de la mente entrenada para sobrevivir a las trampas de la memoria, alejó la imagen de la niña desamparada en su muerte ultrajante.

Después de haber pasado doce horas seguidas ahuyentando sus demonios interiores y combatiendo los ajenos, el inspector había emergido de su trinchera y ahora atravesaba el jardín que se encuentra entre las dos calles que forman la Avenida de Entre Campos. Iba a tomar una cerveza en el Café Colombo en el que acostumbraba a parar al final de cada tarde, antes de irse a casa.
Vivía en aquel barrio desde sus tiempos de estudiante, en un apartamento que en su juventud había compartido –en un esfuerzo sin gloria para soportar la intrusión– con las dos mujeres que alguna vez tuvieron desempeño activo en sus fracasados intentos de ser feliz. No había propuesto matrimonio a ninguna de ellas porque el tipo de amor que tenía para entregar no llevaba el sello de garantía de amparo en la vejez: siempre había pensado que no habría de morirse de viejo y en su cama y que la muerte lo sorprendería en cualquier momento, a la vuelta de una esquina artera, en un callejón sin salida, en un bar de malamuerte o en el empedrado de adoquines del barrio de los traficantes de droga, y que llegaría luciendo en el filo de una navaja o latiendo en una bala alojada en su pecho. Por eso desistió de los inconvenientes de la vida en pareja en favor de fugaces encuentros con mujeres de vida fácil que le tenían estima porque él comprendía que sus vidas no eran fáciles, y acabó por quedarse con el número de teléfono de algunas de ellas, a quienes llamaba cuando quería y de quienes se despedía sin pena después de un amor urgente, respetuoso y sin ternura.
Tenía 45 años de soledad extraviada cuando, inesperadamente, llamó a su puerta una mujer cuya hermosura de gitana sólo consiguió recordar vagamente al mirarle el rostro desfigurado por la enfermedad. Traía de la mano una niña de unos cinco años. “La cuidé mientras pude” –dijo– “ahora te toca a ti: ya está en edad de ir a la escuela”. Le metió en la mano unos papeles arrugados, dejó en el suelo un hatillo, abrazó a la nena y cubrió su carita de besos, y se fue antes que la niña se percatase de que ella lloraba y de que él se recobrase del espanto.
Ahora su hija acababa de cumplir 18 años, vestía con estética “gótica”, tenía pasión por las motos y las historias policíacas, y nutría el insensato proyecto de ser Inspectora de la Policía Judicial, como su padre, el veterano inspector Jorge Marques.
Al llegar a casa la encontró recostada de lado en el único sofá de la sala, viendo la tele. La besó en la nuca rapada y metió los dedos en los mechones de su pelo estirado con gel, en un cariño desmañado. Casi nunca la besaba en el rostro porque no sabía dónde estaría el piercing más reciente y también porque últimamente ella siempre tenía la cara sucia con rímel. Notó que, como de costumbre, vestía completamente de negro. Él no solía emitir opinión sobre su aspecto que cambiaba frecuentemente conforme la moda y los amigos del momento. A él eso no le preocupaba: era la mejor alumna de uno de los más exigentes colegios de Lisboa, y estaba seguro que iba a tener un futuro brillante en cualquier profesión que eligiese. Eso sí que tenía importancia.
–¿Va todo bien, padre? –empujó su mano y compuso las mechas de cabello tiesas hacia arriba, que él había despeinado.
–Las cosas nunca van bien en mi mundo, pero pongamos que están cada día peor. ¿Cenamos? –gruñó mientras se dirigía a la cocina.
–Espérame un rato, estoy terminando de ver un documental.
Él sirvió la comida que la empleada que venía por las tardes a limpiar la casa solía dejar preparada, pero sólo puso los platos en el micro-ondas cuando ella se sentó a la mesa.
–Estás muy arrugado, campeón –observó María, haciendo enseguida una referencia chistosa a su aspecto de atleta desmelenado– ¿Qué pasa?
–Nada nuevo, lo de siempre. Además, estoy en plena forma, para eso entreno dos horas todos los días.
–¿Se trata de la niña? –preguntó limpiando con el dorso de la mano el bigote de leche con chocolate en su labio superior.
–¿Cuál niña? –Él se hizo el desentendido, no solía hablarle de su trabajo, aunque fuese difícil esquivar su curiosidad.
–La que encontraron en el jardín. Viene en la primera página de los periódicos, lo leí en el quiosco –aclaró, y luego se puso a hacerle preguntas, quería saber cuál fue el arma del crimen, en qué posición estaba la víctima, si había sido violada.
–Sabes que no hablo de los casos en los que estoy trabajando.
–Pues para mí que se trata de un crimen sexual, habrá sido violada y los periodistas aún no se enteraron. ¿Cuál fue el arma del crimen?
–No no fue violada. En cuanto al arma, aguarda a enterarte por los diarios, siempre hay fuga de informaciones, no hay nada que escape a los periodistas.
María lavó los platos sin parar de hablar del asesinato, mientras elaboraba teorías en voz alta por si al contradecirla él dejaba escapar algo. Él ya le conocía las mañas. La dejó hablar mientras se sumergía en sus interrogantes.
Era precisamente el arma del crimen lo que le perturbaba. La arteria carótida había sido cortada con una hoja de afeitar, probablemente insertada en un mango, un arma de fabricación artesanal. Sin embargo, lo que realmente le ponía todos los sentidos en estado de alerta era que en la semana anterior una mujer había sido asesinada de la misma manera, posiblemente con la misma arma, en una estación del Metropolitano. No había nada en común entre las víctimas: una niña de 13 años, una mujer de 35; una había sido encontrada en un jardín de un barrio central, la otra en la estación del Metro en la periferia; una era estudiante, la otra empleada en una aseguradora. Nada indicaba que las víctimas conociesen al asesino, no había sospechosos entre sus conocidos, y según informaciones de los familiares y amigos ninguna de ellas había mostrado comportamientos extraños ni realizado acto alguno fuera de lo normal. No obstante, el inspector Jorge Marques conocía los límites del acaso: sabía que la coincidencia de dos asesinatos en un breve espacio de tiempo con idéntica arma artesanal significa que el asesino es el mismo.
Quince días más tarde apareció la tercera víctima, una joven universitaria cuyo cuerpo fue encontrado en las inmediaciones de un centro comercial, con la carótida sajada por una cuchilla.
–Es un asesino en serie, dijo el doctor Mateus que había realizado la autopsia de los tres cuerpos.
El Inspector se sentó en la silla que el médico le indicó con un gesto de la cabeza.
–Sin embargo, el arma es lo único que une los tres casos –consideró– nada más caracteriza la actuación de un asesino en serie. Las víctimas no tienen ningún rasgo en común, ni tampoco hay un patrón en los escenarios, en la hora, o en la periodicidad de los crímenes. Y lo que es más insólito: no se verifica la motivación sexual o mórbida. El criminal mata y desaparece inmediatamente del local.
–Mata por placer –opinó el médico–. Él, que probablemente es un hombre a evaluar por la altura y fuerza empleada en la incisión, se aproxima a las víctimas por detrás y les secciona la carótida con un golpe pequeño, preciso, sin vacilación; no hay hendiduras en los bordes del corte.
–No existe en los anales de nuestra historia criminal ningún caso de un asesino que tenga placer en seccionar con una lámina la arteria de alguien con quien se cruza en la calle.
–Las motivaciones humanas son imprevisibles –sentenció el médico.
–Y yo necesito descubrir cuáles son las de ese individuo –dijo el inspector como si hablase consigo mismo, mirando a través de la ventana detrás del escritorio del doctor–. No se conseguirá probar nada contra un reo que no fue visto en el local del crimen, no está en posesión del arma y cuya relación con las víctimas no se logra establecer. Cualquier sospechoso que yo presente al Ministerio Público ni siquiera tendrá una acusación formal y si fuese a juicio sería absuelto. Debo atrapar a ese individuo en delito flagrante y para encontrarlo tengo que descubrir lo que lo impulsa a matar.

En esa noche llevó una copia de los informes a casa para analizarlos con tranquilidad. Tenía que encontrar el ángulo adecuado para estudiar el caso porque su experiencia le dictaba que la mayoría de las veces la solución estaba a la vista, bastaba con encontrar la perspectiva correcta desde donde observarla.
María se sentó delante de él, en la mesa de la cocina.
–¿Puedo leer?
–No.
–Pero no lo voy a comentar con nadie…
–Tú vete a ver la tele, ve a estudiar, ve a dar un paseo. No, pensándolo mejor, no sales. No vas a ir a ninguna parte en estos días. De casa al colegio, del colegio a casa.
Los ojos de María se abrieron desmesuradamente con la indignación.
–Quedé en ir al cine con mis amigos mañana por la noche y el sábado por la tarde tengo torneo de karate.
–Anula esos planes. No sales de casa –dijo con voz perentoria.
Al contrario de lo que él esperaba, María mantuvo la calma.
–padre, ese caso debe ser inusual, te está agobiando muchísimo. Te escucho dar vueltas en la cama por las noches y te levantas muchas veces, sé que no estás durmiendo como debes.
–Preocúpate de tus cosas y déjame tratar mis asuntos. Tengo que ver esos casos esta noche.
–¿Casos? ¿Cuáles casos? ¿No se trata del caso de la niña, que todavía no conseguiste solucionar? ¿Son las otras dos cuyos asesinatos vienen en los periódicos? ¡Cuenta, cuenta! –María ya alargaba la mano para agarrar una de las carpetas, sin poder contener la curiosidad– ¿Y qué tiene que ver eso conmigo y con la prohibición de salir a la calle?El inspector le quitó la carpeta de las manos y la miró duramente.
–Oye: hay tres crímenes y el mismo asesino. Alguien anda por la ciudad matando a personas sin razón aparente. No te quiero en la calle. Casa, colegio, casa, ¿entiendes? Vas y vuelves con tu colega que vive aquí en el edificio, como habitualmente.
–No hay crimen sin motivación –opinó María invocando su sabiduría adquirida en novelas policíacas y series de televisión, además de las informaciones que a lo largo de los años a duras penas iba arrancando a su padre después de que él solucionaba los casos y los cerraba.
El inspector Jorge Marques se llevó las manos a los ojos y los frotó lentamente para ahuyentar la fatiga, la dificultad en encontrar la punta del hilo en la maraña, la impotencia para descubrir al asesino e impedirle andar por ahí matando a gente común, gente como María, que salía de casa para ir a algún lugar donde no llegaba nunca porque un loco le cortaba la carótida en el centro de un jardín, en una estación del Metro, en una calle cualquiera.
–Pues para esos crímenes no encuentro motivo. Todavía no lo encontré –respondió pausadamente, abriendo una excepción a su principio de no discutir con la hija los casos en que trabajaba, súbitamente asustado por pensar que ella podía estar en peligro–. No hay conexión entre las víctimas y no se sabe cuál es la motivación del asesino.
–Placer. Los serial killer siempre matan por placer – sentenció María en tono de experta en la materia, enfatizando la palabra siempre y cruzándose de brazos sobre la mesa, sin quitar los ojos de los documentos desparramados sobre ella.
–No hay indicaciones de placer sexual o morbidez ni en la ejecución del crimen ni antes, pues todos los indicios apuntan en el sentido de que él no mata a personas conocidas, o por lo menos las víctimas no le conocían, por eso ni siquiera la preparación del crimen puede ser una motivación. Un asesino en serie o encuentra placer en perpetrar el crimen o lo encuentra en prepararlo. No hay más hipótesis. Y ése no prepara los crímenes porque no conoce a las víctimas, o ellas tendrían algo en común en su perfil. Aparentemente las elige al azar. En resumen: no sales a la calle hasta que ordene lo contrario.
Ella se levantó bruscamente y dejó la cocina; enseguida él la escuchó dar un portazo en su cuarto. Sabía que estaba furiosa pero le obedecería. Era obstinada en las discusiones, pero siempre terminaba cumpliendo sus órdenes. Intentaría convencerle para que le dejase salir, pero no lo haría sin su permiso.
Preparó un termo con café, llenó una taza y se sumergió en el análisis cuidadoso de los documentos. Sabía que lo que no se ve en la primera lectura de un proceso puede aparecer más tarde. Habría algo en las declaraciones de los familiares y conocidos de las víctimas que podría darle algunas pistas. Esas personas usualmente se encontraban en profunda depresión al prestar las primeras declaraciones, dejaban lagunas, era preciso descubrir esos vacíos y volver a interrogarlas después de algún tiempo; pasado el espanto inicial y cuando se hubieran acostumbrado al dolor podrían recordar detalles que en la primera audiencia se habían olvidado de mencionar. Tenía que haber algún elemento en común en el perfil de las víctimas, algo que llevó al asesino a matarlas, a ellas precisamente y no a otras personas. Tenía que haber. Y a él le correspondía descubrirlo.
María se paró en la puerta de la cocina, con la cara lavada y metida en su pijama de franela.
–¿Papá? Él no levantó la cabeza para mirarla. Sabía que venía a intentar convencerle para que le dejase salir y estaba decidido a ser inflexible.
–Oye, papá ¿y si él conocía a las víctimas en Internet?
La miró frunciendo la frente, sin mover la cabeza.
–Pueden no ser desconocidos, padre, solo que nunca se han encontrado personalmente. Dijiste que un asesino en serie puede encontrar placer en la preparación del crimen. Él preparaba las muertes. Tienes un típico serial killer.
–Siéntate –le dijo señalando la silla al otro lado de la mesa, mientras una luz nueva y diferente alumbraba todas sus conjeturas.
Ella le habló sobre el correo electrónico, las salas de Chat, el Messenger, los juegos RPG, las sesiones de Trivial.
–¿Qué me dices, campeón, no crees que mi teoría puede ser cierta? –ella tenía una sonrisa que le ocupaba toda la cara y se estiró sobre la mesa para darle un puñetazo de broma en el mentón– ¿No te parece que él conoció a las víctimas en Internet, planeó sus muertes, combinó encuentros con ellas y las asesinó fríamente conforme había premeditado?
–No lo sé, pero voy a revisar los procesos a la luz de esa perspectiva, volver a entrevistar a los familiares, enterarme si usaban ordenador y en ese caso confiscarlos para examinar los registros. No sé si tienes razón pero conseguiste convencerme de que es una posibilidad.
–Si quieres veo sus ordenadores contigo, padre. Tú no sabes navegar en Internet. Estás en la Edad de Piedra. Puedo saber en qué sitios se movían, qué páginas frecuentaban.
–Si tu teoría es cierta ya hiciste lo suficiente –él sonrió, enternecido y orgulloso, mirando su nariz donde brillaba una anillita dorada.
–Verás que aún vas a necesitar mis servicios –le respondió tirándole un beso de buenas noches con la punta de los dedos.
–Tengo funcionarios especializados en informática.
Ella volvió la cabeza hacia él antes de cruzar por la puerta:
–¿Y acaso tus funcionarios suelen frecuentar salas de Chat? En qué sitios andan? En los RPG sobre Harry Potter que es probablemente donde andaba la nena? ¿En las páginas donde encontrar pareja que es donde tal vez anduviese la empleada de la aseguradora? ¿O en las salas de juego donde andaría la universitaria? Si tus funcionarios entran en una de esas salas todos van a saber que llegaron espías y el criminal no volverá a entrar ahí. Ellos nunca van a descubrir al asesino en uno de esos lugares pero yo puedo encontrarlo, soy una de ellos.
–¿Andas por esas salas?
–Ando.
–¿Y conciertas encuentros con desconocidos?
–No, caramba, una tiene que explicártelo todo: no se hacen quedadas con desconocidos porque pueden ser asesinos en serie que atraen sus víctimas a través de Internet para cortarles la garganta con una hoja de afeitar –le hizo un guiño y se fue, riéndose, y dejando al Inspector con el mentón caído.

Todas las víctimas usaban ordenador. El inspector Jorge Marques volvió a recoger las declaraciones de los familiares y amigos y llevó los ordenadores para ser examinados por los especialistas de la División de Homicidios. Según le explicaron era posible acceder a la cuenta del usuario desde su propio ordenador, sobre todo si opta por tener la contraseña automáticamente vinculada al alias. Sabiendo el nombre de usuario bastaba con buscar en los diversos servidores para saber en cuáles de ellos tenía cuenta de correo, y aunque no fuese fácil acceder a los mensajes y enterarse de sus contactos tampoco era imposible.
Al inspector aquella se le figuró como una tarea gigantesca y alabó anticipadamente el trabajo que los técnicos iban a llevar a cabo, a pesar de saber que en principio les tomaría meses y podrían no obtener ningún resultado. Mientras tanto el “virtual killer” continuaría matando.
–Te muestro en mi ordenador cómo funcionan las cosas, papá –sugirió María– porque de otro modo nunca vas a llegar a ningún lado.Le enseñó a crear perfiles en diversos portales de Internet, a abrir cuentas de correo electrónico en los servidores, a registrar un NetPassport para comunicarse por Messenger y a moverse en los directorios de las salas de Chat.
Le propuso que la dejase usar las computadoras de las víctimas para descubrir sus contactos pero él se negó rotundamente, le dijo que los técnicos estaban tratando el asunto.
–Padre, di a los informáticos que intenten saber, a través de los correos, si frecuentaban alguna sala de Chat o si tenían algún amigo especial con quien conversaban en el mess. Las personas suelen comentar esas cosas con los amigos. No me parece que el asesino enviase un e-mail proponiendo un encuentro con alguien a quien tuviese la intención de matar. Probablemente quedaron a través del mess o en la ventanita del susurro.
–¿Ventana de susurro?
–Anda que yo te explico, papá. Te lo explico todo.

Cuando los técnicos informaron al Inspector que una de las muchachas frecuentaba una sala de chat donde se jugaba Trivial, él y la hija se pusieron a navegar juntos en el ordenador de ella.
–Mira, campeón, él está aquí, buscando la próxima víctima, observando cuales son los intereses de cada participante para tener un tema para contactar con ellas y ganar su confianza. Eso funciona de la siguiente manera: hay alguien que hace preguntas sobre hechos históricos, literatura, arte, actualidades, deportes, en fin, cualquier tema, y los demás responden, el que responda más rápido gana puntos. Es un pasatiempo. Hay aquí gente de los ocho a los ochenta años y con los más variados intereses. Ahora voy a llamar a alguien al susurro y verás como funciona esto.
María llamó a una muchacha que solía responder a preguntas sobre Historia, diciéndole que también era su área de estudios, le preguntó sobre sus lecturas, intercambiaron informaciones personales, conversaron un rato en tono amistoso, cerraron la ventana.
Y fue entonces cuando el Inspector Jorge Marques supo la manera por la cual el asesino había elegido a sus víctimas. Le faltaba descubrir quién era él, entre tantos nicks anónimos. Un hombre que trabajaba durante la semana en horario comercial, concluyó basado en el hecho de que las muertes ocurrieron en un sábado por la tarde o durante la semana después de las siete; adulto, tal vez entre 25 y 45 años, dedujo, por la frialdad y capacidad de ponderación de los detalles; alguien que usaba una cuchilla insertada en un mango, de la cual era fácil deshacerse inmediatamente después del crimen; que atacaba por detrás para que la sangre no le salpicase la ropa; que elegía locales públicos, por lo que no despertaba la desconfianza, pero aguardaba el momento en que no hubieran testigos; que observaba a sus víctimas, se les acercaba por detrás, sin hablarles, sin tocarlas, sin amenazarlas, sin mirarles a los ojos, y con un golpe rápido les cortaba la garganta y se alejaba rápidamente.
–Yo descubro quien es, padre. Voy a contactar con cada uno hasta que alguien con un perfil sospechoso me proponga un encuentro.
–Yo trataré el asunto. No te quiero involucrada en esa historia.
–No puedes hacerlo, padre, hay que conocer el lenguaje del SMS, estar habituado a enviar mensajes por el móvil para conocer las abreviaturas, además de saber los códigos de los emoticones, esa dinámica es demasiado complicada para ti.
El inspector miró la carita juvenil, consideró sus treinta años de experiencia en el área criminal, fue a buscar a las recónditas grutas del alma el coraje y la determinación, respiró hondo, dio una palmada en la espalda de la hija y dijo, como si hablase a uno de sus ayudantes:
–Vale. Vamos a atrapar al hombre.
María elaboró su perfil: se llamaba Rita, 18 años, vivía en el barrio de Campo Grande, sus padres tenían una imprenta y ella trabajaba con ellos. Describió su apariencia física verdadera, lo que suscitó críticas al inspector.
–No pasa nada, campeón, hay muchas chicas con el mismo aspecto, lo gótico está de moda.

Noche tras noche, con una perseverancia de corredor de fondo, María conversaba en la ventana del susurro con cada una de las personas que frecuentaban el Chat. Al principio el inspector se dejaba confundir por los indicios:
–Ese muchacho tiene 19 años, no es probable que sea el asesino.
–Puede tener 19 años o puede estar diciendo que tiene 19 porque yo le dije que tengo 18 –le explicaba la hija pacientemente– no se puede saber si nuestro interlocutor es hombre, mujer, adolescente, adulto, cual es su profesión o nivel cultural, al menos que hable lo suficiente como para dar una idea de quién es sobre la base de lo que opina y no sobre los datos que proporciona.
Con el paso del tiempo Jorge Marques dominaba el Trivial, el lenguaje de Internet y era capaz de detectar la falsedad de las informaciones con una acuidad que dejaba a María extasiada.
–¿Cómo puedes saber tanto sobre personas que no dicen casi nada de sí mismas?
–A mí me dicen, hija, estoy más preparado para lidiar con la mentira que con la verdad.

Sesenta y cinco días después del primer asesinato y quince días después del quinto –porque mientras tanto otras dos mujeres fueron muertas de la misma forma– un muchacho que usaba el nickname El Ángel, con quien María venía conversando desde hacía algún tiempo, y a respecto de quien el inspector tenía fuertes sospechas, le propuso un encuentro en la Estufa Fría del Parque Eduardo VII para el sábado siguiente. Padre e hija intercambiaron una mirada de ansiedad.
–Dile que no. Que no estarás en Lisboa el fin de semana.
María vaciló:
–No vamos perder esa oportunidad –le dijo mientras llenaba la pantalla de emoticones que representaban risas y saludos.
–Haz lo que te digo. Voy a atraparlo en mi territorio.
María obedeció.
Entonces el interlocutor sugirió que fuesen al cine. Preguntó si podían encontrarse el viernes por la noche, en la entrada del Metro en Campo Grande.
–Responde que puede ser el viernes por la noche en la puerta del Café Colombo, en Entre Campos.
El Ángel preguntó por qué.
–Dile que al final de la tarde tienes que ir ahí a entregar unas pruebas a un cliente de la imprenta.
La mirada de María corría de la pantalla al padre y de vuelta a la pantalla, logrando contener apenas el asombro por la rapidez y firmeza con que el inspector estaba montando la escena.
El Ángel preguntó quién era el cliente.
Le dijo que escribiera Librería Garrido.
En eso ya había pensado María; la librería quedaba en la planta baja del edificio donde vivían.
Él le preguntó si ella iría en Metro.
–En moto, indicó el padre.
Quiso saber cómo la reconocería.
–No podrás reconocerme porque estaré con el casco, –le dictó el inspector–. Dime tú como he de reconocerte.
El Ángel vaciló y no describió su apariencia.
–Dile que esté en la puerta del Café y que te haga una señal con la mano cuando te vea llegar.
El Ángel le dijo que al bajarse de la moto se quitase el casco. Entonces él le saludaría con la mano. Y cerró la comunicación.
María preguntó al padre cómo había sido posible montar aquella escena con tantos detalles y tanta rapidez. Él le respondió modestamente que su especialidad eran las escenas de crimen.
–¿Y qué debo hacer al llegar?
–Tú no estarás allá. Quien va al encuentro es una policía.
–Padre, mañana es viernes. ¿Dónde vas a buscar, en 24 horas, una policía con 18 años, estética gótica y una moto?
–Él no necesita verla, ella lleva el casco.
–El Ángel va a esperar que ella se lo quite para acercarse, padre. Si ve a alguien que no corresponda al aspecto que él espera encontrar no se aproximará. Debe haber mucha gente allí a esa hora, no vas a saber quién es él si no se me acerca. Además, no me va a cortar la garganta en público, va a intentar atraerme hacia un local desierto, probablemente hacia el jardín.
–Tú no vas. Ni hablar. Quítate de la cabeza esa idea descabellada.

Después de tres horas de discusión exacerbada el Inspector consintió en que su hija hiciera de cebo para el asesino.

Ella llegó en la motocicleta flamante que había pasado la tarde lustrando con esmero. Se detuvo en el medio de la calle, conforme el padre le había dicho que hiciera, ni junto a la acera del Café, ni junto al jardín del otro lado de la calle, sino en el medio de la vía, debajo de la farola, como el padre le había dicho. Se bajó por el lado izquierdo de manera que la moto quedó entre ella y el lugar donde estaría El Ángel, en la puerta del Café. Se quitó el casco y esperó. Él no estaba en la puerta. El padre le había dicho que se mantuviera mirando fijamente a la puerta, que no mirase hacia atrás, que no mirase hacia los lados, que no moviera la cabeza, sobre todo que no moviera la cabeza. Pero El Ángel no estaba en la puerta del Café. Pensó que estaría en el jardín, que iba a venir por una de las veredas oscuras y se aproximaría por detrás para cortarle la garganta, pero el padre le dijo que no mirase hacia ningún lugar y ella no miró. Al llegar no vio ni a su padre ni a nadie que pudiera identificar como un policía, aunque disfrazado, no era lógico verlos: deberían de estar escondidos. Ella estaba parada en el medio de la calle, sola, alumbrada por la farola, mirando a la puerta del Café. Su padre le había dicho que no mirase ni hacia los lados ni hacia atrás y que no moviese la cabeza, sobre todo que no moviese la cabeza. Ella no se movió. El Ángel no estaba en la puerta del Café. Iba a aproximarse por detrás y cortarle la garganta y su padre y los policías no tendrían tiempo para salir de sus escondrijos e impedirlo. Pero ella no se movió. Se quedó quieta, mirando hacia la puerta donde no había nadie. Pasaba algo raro en la calle: no había coches. Había personas dentro del Café, pero no afuera. El Ángel no estaba en la puerta del Café, estaba detrás de ella, iba a salir de una de las veredas del jardín y cortarle la carótida con una hoja de afeitar fijada a un mango. El padre le dijo que no se moviera, ella no entendía por qué, si el asesino no estaba a la puerta del Café es que estaba detrás de ella, pero su padre sabía lo que decía, era el inspector Jorge Marques, el más valiente de todos los hombres, el más audaz, el más sabio, el primero en su promoción en la Facultad de Derecho, el graduado más brillante del Curso Superior de Estudios Judiciales, el más apto en el curso de defensa personal, el que tuvo siempre la mejor puntería en el tiro, a pesar de que ahora estaba viejo y tal vez ya no tuviera la misma agilidad para esquivar los golpes, la misma firmeza en la mano, la misma precisión en la mirada. Él le dijo que no mirase hacia atrás ni hacia los lados y ella tenía la impresión de escuchar un ruido a su espalda, El Ángel se aproximaba para cortarle el cuello, el padre le dijo que no se moviera, él sabía lo que decía, era el inspector Jorge Marques, el que durante treinta años no dejó ningún caso por solucionar, no dejó escapar impune a ningún criminal a quien persiguiese, no se dejó engañar, no se dejó corromper, y ahora estaba viejo y tal vez ya no fuese el mejor en todo como siempre había sido, pero él le dijo que no se moviera y ella no se movió, e iba a ser como él, Inspectora de la Policía Judicial, e iba a prender a los criminales que cortan la garganta de las personas con una cuchilla de afeitar. El Ángel no estaba a la puerta del Café y ella escuchaba pasos a su espalda, él se aproximaba por detrás, había dicho que estaría en la puerta del Café y su padre le dijo que se quedase mirando a la puerta y no desviase la mirada y no se moviera, pero El Ángel no estaba en la puerta, estaba detrás de ella, y su padre no conseguiría salir a tiempo del escondrijo e impedir que le cortase la garganta. Podía detectar su proximidad, él estaba tan cercano que ya percibía su olor y escuchaba su aliento, sentía que el aire se desplazaba a cada movimiento suyo, estaba sacando la mano del bolsillo de la chaqueta, con la cuchilla fijada en un mango, estaba levantando el brazo para cortarle la garganta. Ella miraba al Café, El Ángel no estaba en la puerta, quien estaba allí era el inspector Jorge Marques, con un arma apuntada a su cabeza, él había dicho que no se moviera, ella no se movió, vio el brillo del arma en la mano de su padre y notó que algo pasó muy próximo a su rostro, como un susurro y un escalofrío, y sintió que detrás de ella un cuerpo caía al suelo.

lunes, 14 de julio de 2008

EL MACHO LATINO

Foto de Beatriz Morán

Lunes, las nueve de la mañana. Felizmente no me retrasé, creí que aquella vuelta para dejar a Matilde en la peluquería me iba a tomar más tiempo. Ahora bien, antes de todo un café negro y corto, para espabilar. Matilde no me deja tomar café en casa, mejor dicho, no permite que haya café en casa. Que le hace mal al corazón, que le da gastritis, que le pone los nervios de punta , que también me hará mal a mí. Se preocupa, la pobre. Vaya, lo tomo en el Petit Colón o aquí en la oficina, me da lo mismo, aunque si voy al Café me como unos churros, que en casa tampoco hay. Fritos y azucarados, Matilde nunca lo permitiría.
En seguida, a encender la computadora. ¡Ah! Aquí está mi Estelita, desbordante de ternura. Lo que esa mujer me quiere daría para llenar el Atlántico. Una pasión a la antigua con arrebatos de modernidad. Y además debe tener una visión budista zen del espacio cibernético. A ver qué me dice hoy. Que sus manos se extienden sobre el océano para tocar mi piel. Que el viento trae el veneno desde su boca de besarme hacia mi boca de morderle. Esa mina es toda piel, labios, aromas. Pero un poco ingenua, al fin y al cabo. No quiere darse cuenta de que por mucho que intente acortar las distancias, el río mide lo que mide y está atravesado entre nosotros.
Si al menos mi ausencia no le causara tanta pena… Me da lástima, soy un tipo sensible, pero no hay nada que pueda hacer en cuanto a eso. Que hace setenta y dos horas no tiene noticias mías. Realmente, no me conecto los fines de semana y a ella le suena a desinterés. Y pensar que el viernes me tomó casi una hora escribirle una carta de amor como seguro nunca recibió ninguna ni va a recibir jamás. Me inspiré en una película que vi el otro día, una de aquellas antiguas, tan al gusto de Matilde. Adapté una frase que dijo Humphrey Bogart: con tantas computadoras en el mundo tenías que aparecer justo en la mía. No se trata de no quererla, la tontita no entiende: los fines de semana no son para estar conectado a Internet, bastante tengo con estar acá del lunes al viernes, de las nueve a las seis, enviando e-mails publicitarios. Además, no tengo pc en casa, Matilde se opuso.
Y salir para ir a un ciber ni pensarlo, los sábados el tiempo no me da para nada, Matilde me exige que vaya a hacer las compras y no puedo negárselo, a causa de su columna le hace daño cargar peso, y eso no sería justo cuando estoy yo para traer las bolsas, y si no lo hago después no puedo exigir que haya comida en casa. Eso lo dice Matilde y tiene razón. Y por el mismo tema de la columna también me toca a mí aspirar el polvo de la casa y poner la ropa en la lavadora y tenderla. Siempre pensé que el hombre debe ayudar a la esposa, si hay un defecto que no tengo es el ser machista.
Bueno, la verdad es que en el tiempo que me sobra de los quehaceres domésticos debo llevar a Matilde al cine o a dar una vuelta por Santa Fe, a pasear por Alto Palermo, o al Patio Bullrich. A ella le gusta recorrer los negocios y la acompaño de buen grado. No puedo quejarme de que sea gastadora, raramente compra algo. Tampoco hay dinero para eso, con lo cara que está la vida, este país nunca más acierta en el rumbo. Lo que le encanta es mirar vidrieras a la pobre, y no puedo decirle que no. Además, si se pone mal, adiós esperanza de sexo en el fin de semana.
Porque debo aclarar que el sexo virtual no me satisface, aunque a Estelita la he convencido de que tenemos orgasmos simultáneamente, es decir, cuando ella se masturba mientras le escribo frases eróticas. En cuanto a mí no puedo ni siquiera ponerme excitado, faltaría más, acá en el trabajo, con todos los colegas a mi alrededor. Ella cree que soy el jefe de la empresa de publicidad, que tengo un despacho para mí solo. Estelita dice que alguien con mis aptitudes debería estar viviendo en Barcelona, la ciudad más culta de España. Bien que me gustaría, ellos allá tienen un nivel de vida altísimo. Y Estelita debe estar muy bien situada, tiene un salón de estética de lujo, seguro ganas ríos de plata por lo que me cuenta sobre su clientela y el número de empleadas que tiene.
Estelita es una mujer constante, fiel. Diariamente me escribe preguntando si la quiero y el cómo y el cuánto y todos los lunes reclama por no le haber escrito durante el fin de semana. Por supuesto que la adoro, y se lo digo todos los días, de lunes a viernes, un mensaje breve tan pronto llego a la oficina para decirles buenos días mi amor y a lo largo del día le voy escribiendo una larga carta, conforme me lo permiten el trabajo y los descuidos del jefe que nos fiscaliza por detrás del vidrio de su acuario. La verdad es que le escribo con el máximo capricho. Hoy, por ejemplo, escuché en la radio del coche “En esta tarde gris”, cantado por Julio Sosa, una maravilla, ya no hay cantores como antiguamente, así que voy a escribirle que sus mensajes sangran en mí.
Lo que no puede es quejarse de falta de amor: lleno su vida de cariño y emoción, le encanta mi vena lunfarda y arrabalera, pero no es caso para escribirle en los días en que no trabajo. Los sábados estoy ocupado con las tareas domésticas y los domingos debo ir a almorzar a casa de mis suegros. Al regresar me siento frente a la tele y ya me quedo medio dormido. No puedo decir que no me aburran aquellos desfiles de modas que a Matilde le gustan tanto, a mí me parece que son siempre los mismos pero ella dice que no. Yo preferiría ver las carreras o un partido de fútbol, por lo menos cuando juega River, pero Matilde exilió esos programas de nuestra pantalla, dice que son cosas de brutos. Así que estoy allí tumbado y descansando y a la vez evito encontrarme problemas con Matilde, no tengo interés en que se moleste, que cuando se sale de sus casillas, la pobre, no tiene trabas en la lengua, ya estoy habituado a su temperamento, lo único que me molesta es que me llame cretino, pero en fin, son maneras de decir.
Sea como fuere, en el fin de semana Matilde me tiene ocupado. Lástima que Estelita sufra tanto con mi ausencia en la pantalla de su computadora. Vive pendiente de mis correos, las mujeres son unas devoradoras de cartas de amor. Les basta con un mensaje romántico con una buena dosis de sensualidad, enviado regularmente, para creer que tienen solucionadas sus carencias afectivas y sexuales. Pasa que se vuelven muy exigentes, y durante los fines de semana no puedo dar atención a Estelita, estoy muy ocupado en agradar a Matilde para que me deje hacerle el amor al menos una vez a la semana, no es pedir demasiado. Ya sé que no es posible, le duele la espalda, cuando no le duele la cabeza u otra parte cualquiera del cuerpo, y además dice que estoy obsesionado con el sexo, que una vez al mes es suficiente para cualquier hombre normal.
A Estelita seguro le agradaría hacer el amor todos los días, pero está del otro lado del mundo y a pesar de sus ilusiones sobre las relaciones virtuales la vida es lo que es. Por más que se extienda en descripciones de sus estados de espíritu y de sus sensaciones carnales, la verdad es que en la red la piel no tiene tacto, el beso no tiene sabor, la mirada está ausente, la ilusión es el único suelo que uno pisa y no es suelo firme. Me sirve más un orgasmo entre las piernas de Matilde, aunque me ponga cara de hacerme un gran favor y se queje de que me demoro una hora encima de ella.
Pero lo dicho, el sexo virtual no es lo mío. A veces me satisfago en el baño, antes de acostarme, pensando en Estelita, y me voy a dormir sin molestar a Matilde, que tiene derecho a un sueño tranquilo luego de pasar todo el día preocupándose con las tonterías que hago. Al menos es lo que dice.
Bien, ahora le voy a escribir a Estelita diciéndole que beso todos los centímetros de su piel, que le muerdo los pezones, que me ahondo en sus grutas secretas, que bebo sus jugos, que me enveneno en su amor y que me muero en sus brazos. Y le mando el enlace para Sur, que la transportará con sus embales hasta la esquina de San Juan y Boedo: Tu melena de novia en el recuerdo y tu nombre flotando en el adiós…
A Matilde no le gusta el sexo. No sé desde cuándo le dio por eso, antes de casarnos le gustaba que le tocase, luego el entusiasmo se le fue como por encanto. A lo mejor dejó de gustarle a causa de la jaqueca, la pobre, con los dolores de cabeza que tiene se comprende que no esté para los juegos del amor.
Bueno, a ver si hoy por la tarde, antes de irme a casa me conecto al Messenger para hablarle a Estelita. Lástima que no pueda conectarme con cámara y voz aquí en la oficina. Bueno, tampoco me serviría de mucho. Tendría que quedarme hasta después que todos se hayan ido, por lo menos hasta las siete, y si llego tarde a casa Matilde me mata. El otro día, cuando me encontré a un antiguo compañero de escuela y fuimos a tomar una cerveza me retrasé media hora y cuando llegué Matilde ya estaba poniendo mis cosas en una valija y lista para echarme a la calle. Dijo que si yo fuese un hombre de veras ya me habría ido. Ah, si Matilde supiera qué machazo rompecorazones tiene en casa... Quien me conoce bien es Estelita.


Mañana de lunes de agosto, con cara de domingo. En el mes de Agosto todos los días se parecen al domingo. Será porque los habitantes de Barcelona se han ido de vacaciones para sus masías, para sus casas en la playa, para las aldeas de donde vinieron.
¡Lunes, umbral de ti, Antonio! Mañana de mi desasosiego, que pone un punto final en el fin de semana despiadado, ingrávido, sin gloria, cargado con todo el peso del domingo sin ti, del sábado sin ti, días curvados bajo el leño de tu ausencia, desafortunados días de mi soledad semanalmente repetida.
Estoy poetizando. Cuando pienso en Antonio me pongo así, lo que es una tontería, debería tener juicio. Vaya que cuando le escriba busque transmitir con cierto lirismo el relato de la desventura que es vivir sin él, pero aquí, en esta oficina donde se espera que mecanografíe 60 requerimientos por día, a las nueve de la mañana, delante de esa pantalla donde lo único que me interesa es la ventanita del buzón de correo donde va a llegar un mensaje de allende el mar, aquí estoy conmigo, no hay razón para poetizar.
Enmarco mis sensaciones en palabras, Antonio, para que no huyan del cuadro, para poder colgar en la pared este momento de la vida y mantenerlo ahí, perpetuo, inmutable, ileso a los navajazos de la vida cotidiana.
Mejor encaro la realidad y acepto que los fines de semana él y la mujer tienen su vida social, los sábados y domingos son para recibir a los amigos, ir al club, al cine, al teatro, la pareja tiene una vida social y cultural intensa. Felizmente para él. Felizmente para ella. Bien, nada de despecho, que yo sabía en lo que me estaba metiendo cuando abrí la puerta y le invité a que entrara en mi vida.
No hay lugar para mí en tu fin de semana, Antonio. Lo sé. No es la falta de objetividad lo que me consume, Antonio de mi alma, es carencia sexual y emocional pura y dura, carencia de ti, amor por ti, ésa es la verdad.
Le mando un e-mail para que lo encuentre cuando llegue al trabajo, son cuatro horas de diferencia entre Barcelona y Buenos Aires, cuando llegue encontrará mi mensaje, es como si lo estuviese esperando. Con una túnica de gaza y una orquídea salvaje en el cabello. Me pasé de nuevo. Volviendo a la neutralidad de la sensatez, si me hubiesen dicho que algún día habría de pasar un fin de semana ansiando el momento de volver al trabajo para encontrar un mensaje de amor llegado desde el otro lado del mundo, enviado por alguien a quien jamás encontraré, no lo creería. Pero no pienso en nada más.
Pienso en ti, Antonio, en la oscuridad de mis cavernas.
Al principio no me interesaba verdaderamente, era una broma, un juego de seducción para pasar el tiempo y alegrar el cotidiano. Lo que me aguzó las ganas de conquistarlo fue el saber que él tiene un matrimonio dichoso. Un hombre que hace feliz a su mujer debe de ser un buen amante, un buen compañero, una buena pareja, aunque virtual. Por eso me empeñé en seducirlo, envuelta en un aura de misterio.
Antonio, yo te regalo la mujer que se esconde en el envés de mis espejos.
Contaba con un flirteo rápido y sin dolor, como muchos que ya tuve en Internet. Poco a poco fui destapando lentamente el velo para dejarle ver lo que de mí le quería mostrar, le dije que me llamaba Estelita, le envié una fotografía que fui a buscar a una página de haute coiffure en la red y le conté que tenía un salón de estética. Pero cuando me mandó su foto y vi aquella imagen de macho latino –aquello no era una imagen, era un paisaje- y el vello en el pecho que se veía por la abertura de la camisa, mi corazón se tumbó al suelo. No se tumbó, se tiró. Para tener un pecho como aquél ese hombre tiene que ser pura testosterona.
Era un juego, Antonio. Aposté y perdí.
A veces se me antoja que al fin y al cabo esa relación es todo lo que tengo. Es decir que llegué a una altura de la vida en que todo lo que tengo es precisamente lo que no tengo, lo que diariamente invento. Aquí me quedo a la espera de que aparezca en la ventana para salvar mi día de no ser más que una pena inconclusa. Al este y al oeste de esta pantalla no sucede nada que merezca mi presencia.
Te espero Antonio, con tus palabras de tango, tus besos alegres, tu risa fácil, y el amor que dices tenerme.
Al inicio solamente me excitaba, cuando me decía las maneras como habría de hacerme el amor, revolcándonos en la harina en el suelo de una panadería, debajo la mesa de un banquete en una ceremonia oficial, en la espuma del agua del mar, en una esquina de alguna ciudad distante y misteriosa, en el césped de un jardín ajeno, bajo el dintel de una puerta que da a un zaguán de azulejos blancos y negros. Yo le decía que tenía orgasmos al leer lo que me escribía, pero en verdad me guardaba sus palabras para luego masturbarme pensando en ellas.
Tu ausencia pone gemidos en mis sábanas, Antonio.
Después, un día que yo estaba particularmente frágil, él me envió una canción de Fito Páez y de repente empecé a pensar que quería ser aquella mujer de la canción, quería juntar margaritas del mantel, fumar unos chinos en Madrid y no hacer otra cosa sino escribir. Quería que Antonio, que no buscaba nada, me viese y pensase que yo era un ángel o un rubí.
Ahora sé, Antonio, que “las luces siempre encienden en el alma”.
Él vive en un barrio llamado Palermo. Leí en la red que una parte de ese barrio, Palermo Chico, es una zona residencial elegante, con viviendas y calles arboladas. Debe ser bello vivir en Buenos Aires. Cualquier lugar debe ser bello cerca de Antonio, a causa de la fiesta de amar que él celebra a cada paso, como si el simple acto de existir fuese una orgía. Si a esa distancia en que estamos sus festejos me contagian, me imagino que en la vida de su esposa la rutina es un festival.
Antonio, eres el metal y la forja.
Había un tango, no uno, miles de tangos. Los aprendí de memoria. Canto tangos en la ducha y acabo por masturbarme. Canto en el andén mientras espero para coger el metro de Sants para la Plaza de Catalunya. No sé porque, siento ganas de llorar cuando él me cuenta que es día de llovizna gris en Buenos Aires. Todo lo que viene de él me alborota. A veces voy con algún tipo que engato en un bar, sí, a veces me sucede encontrar tipos en los bares en la calle de Aribau e ir con ellos. Hago de cuenta que estoy con Antonio.
Te quiero, Antonio. Nadie me zarandea el alma como tú.
Nunca entendí cómo puede alguien enamorarse en Internet. Creo que tiene que ver con las carencias de cada uno, con la idea de que en el mundo virtual podemos no ser quienes somos, sino quienes desearíamos ser. Tampoco necesito entender, me sucedió, simplemente. Entre tantos absurdos que desde siempre poblaron mi vida, éste es uno más. Vida de rumbos tuertos, de atajos, de desvíos. El horizonte siempre estuvo ubicado en algún túnel. Esta pasión es tan sólo un equívoco más, un desvarío. Habrá de pasarme, todo pasa. En mi vida no hice más que enamorarme de las personas erradas, y al final están todas en un rincón de la memoria en donde sólo entro cuando quiero.
No, Antonio, no eres la luz, eres el túnel.
Mientras ese frenesí no pasa, espero un mensaje que me llegue con aroma de madreselvas trepando por los muros, magia de patio con sombra de acacias y aroma a jazmín, algo de pecado, de noche, de navaja, de garúa, de luz difusa en la niebla, de luna reflejada en los charcos de la acera en una esquina de un arrabal porteño. Espero un mensaje con sabor a besos.
Ay, Antonio, de tanto pensar en tus besos conozco su sabor como si me los hubiera bebido.
Será a causa de sus besos que a su mujer no le gusta que se quede ni un minuto después de las seis en la oficina, en su lugar haría lo mismo.
También sé de urgencias, amor mío: son el veneno en el cáliz.
En fin, siempre supe que sería así, no debo quejarme. Todo lo contrario, debo alzar mi copa y brindar a ese harapo de amor. Al fin y al cabo es lo que adorna mi vida, me pone mariposas en el corazón y lentejuelas en la piel, es una inyección de sangre en las venas, un rito pagano en mi pecho. Nadie me habló así, nadie me emocionó de esa manera, nadie me enseñó la fiesta de amar, nadie jamás me hizo sentir como un ángel o un rubí.
Eres la última morada de mi fantasía, Antonio.
Debo contentarme y ser feliz con mi contentamiento. ¿Qué más puedo desear? ¿Qué más puede esperar un gay de mediana edad enamorado de un macho latino?

INTIMIDAD

Foto de Beatriz Morán



–¿Qué significa incubus?
–Es lo contrario de succubus. Ambos son figuras mitológicas, representan los demonios de la carne.
Ese diálogo vino a la memoria de Pilar mientras bajaba el Paseo de la Castellana, pensando en el inicio de su relación con Javier, de quien ella se había enamorado escandalosamente y por quien había emergido de una vejez amenazada por las goteras del uso y por la impiedad del tiempo.
Se habían encontrado en una de esas salas de chat de Internet, y cuando él mencionó la palabra incubus ella le preguntó su significado, menos por curiosidad que para mostrar interés en lo que él le decía y de esa manera lisonjearlo con su atención. Él le habló de los demonios creados por nuestra lujuria, que asumen formas masculinas y femeninas a la hora de practicar la cópula sexual con los humanos, y aprovechó la oportunidad para entrelazar, en un discurso fluido, el sortilegio de las leyendas y el misterio de los mitos con los aspectos mágicos del sexo y cómo lo entendían en ciertas culturas.
Luego de conocerlo ella se quedó fascinada con su cultura general y su sofisticado sentido de humor. Javier le dijo que era vendedor de enciclopedias y aprovechaba el tiempo pasado en la sala de espera de los clientes para sumergirse en al mundo de los vocablos. El escenario de las disfrazadas carencias de Pilar estaba listo para recibir a ese personaje que su imaginación contenida de madre de familia y su condición de viuda conformada con el mal trazado destino que le había llevado un buen marido, se apresuraron en iluminar con los reflectores de la fantasía. Se enamoró de Javier con un alborozo desmesurado y resurgió de las cenizas de una mal administrada frustración sexual y emocional para el resplandor de una sensualidad rescatada a las escarchas del pasado y asumida con un ímpetu que hasta entonces ni siquiera ella misma había sospechado que su cuerpo albergase.
Al llegar a casa subió al primer piso para ponerse una ropa más cómoda, pero que fuese lo suficientemente elegante como para ser vista en la cámara del ordenador. Esa tarde, como siempre, a las cuatro horas en el horario europeo (las doce de mediodía en Uruguay), ella y Javier se conectarían a través del Messenger y, si se lo pidiera, ella abriría la cámara para que él pudiese verla. Javier le había dicho que a esa hora estaba solo en la oficina pues sus colegas salían a almorzar. Así podían gozar sus momentos de intimidad, mezcla de consuelo y catarsis, que se habían vuelto para Pilar los momentos más importantes del día.
Delante el espejo, se vistió con cuidado para el encuentro virtual con Javier, buscando dar menos atención a la falta de brillo en su cutis y a la flacidez de sus muslos que al recuerdo de las palabras de Javier, que le garantizaba que las marcas del tiempo en su rostro y en su cuerpo eran los adornos de la madurez.
Cuando en esa tarde tuvieron por primera vez una sesión de sexo virtual, ella se dejó acariciar por las palabras con que Javier la estrechaba entre sus brazos, endulzaba y lastimaba su boca con besos ávidos y alegres, y recorría su piel con dedos sabios. Al principio ella se sintió tímida y desordenada por la fragilidad de verse expuesta y por el temor al ridículo, pero Javier supo convencerla de que en un amor adulto y transparente como era el suyo no había lugar para pudores. También a ella le pareció lógico que deberían amarse de la única forma en que el amor les era posible.

Después de esa primera experiencia de sexo virtual Pilar empezó a ir a las tiendas de lencería a comprar prendas delicadas y sensuales, con vanidades de adolescente rescatada a la orfandad de la vejez; se sentía más joven, más hermosa y más mujer, y pasó a compartir con Javier la exuberancia de detalles de su erotismo recién renacido. Él se mostraba encantado con su sensualidad, le decía “mi hembra en celo”, y ella se sonrojaba en la sombra de sus femeninas inquietudes. La timidez inicial dio lugar a una entrega impúdica cuando él le enseñó a buscar con sus dedos el lugar donde en su cuerpo se escondía el placer y ella aprendió a alcanzar orgasmos que la dejaban en un estado de languidez dulce y vagamente insana que perduraba todo el resto del día.
El recato la impidió de hablar con sus amigas sobre la relación con Javier. Terminó alejándose de las personas que antiguamente frecuentaba, porque había perdido el interés en convivir con quienes no pudiera compartir su euforia mental y el desorden de su corazón.
En un domingo, cuando, como de hábito, sus hijos, nueras y nietos vinieron a almorzar con ella, estuvo tentada por hablar a su familia sobre Javier, pero apenas había aflorado el asunto, la reacción de los hijos y de las nueras la desanimó de hacer confidencias, puesto que no sólo la avisaron de los peligros que hay en confiar en las personas que se conoce a través de Internet, sino que sembraran tal cantidad de pánico en su corazón al decirle que arriesgaba que alguien entrase en su cuenta de correo electrónico, que apenas se fueron ella se ocupó en cambiar su contraseña y decidió que de ahí en adelante tendría mucho cuidado para que nadie pudiera tener acceso a su correspondencia y a sus conversaciones con Javier, porque la horrorizaba la idea de que alguien invadiese la intimidad de sus juegos amorosos.

Pilar pasó el resto del otoño y el invierno en la exaltación de amar y ser amada, y cuando cayó en cuenta de que desde hacía algún tiempo pensaba los verbos en futuro empezó a hacer planes para viajar al Uruguay y encontrarse con Javier.
Sin embargo, cuando la primavera estalló en Madrid y mariposas alborozadas aleteaban en la sangre de Pilar, Javier desapareció de su buzón de correo, de la ventana del Messenger, de la pantalla de su ordenador.
En medio de sus interrogaciones perplejas, Pilar fue acosada por el presentimiento de que las explicaciones –si obtuviera algunas– serían más dolorosas que las dudas. Cuando el temor de perder a Javier empezó a transformarse en certidumbre de haberlo perdido, ella le escribió: “si tuviese esperanza de que me leyeras yo me desangraría en el papel”. No tuvo respuesta.
Con los ojos hechos puños cerrados, Pilar miraba la pantalla iluminada del ordenador que la ausencia de Javier había transformado en un abismo. La certidumbre de que él ya no la quería le secaba la saliva en la garganta, le rasgaba el pecho en tiras. En sus noches pobladas de pesadillas ahondaba en una ciénaga donde se debatía, sofocaba en el lodo, se ahogaba en el fango, y despertaba con la vaga idea de que había estado muerta mientras dormía. Arrastraba su desconsuelo a través de los días e intentaba habituarse a la soledad, sin éxito, porque sabía que no hay redención para el dolor que uno no entiende.
Pilar cayó en la cuenta de que no tenía otros medios de comunicarse con Javier aparte de su cuenta de correo electrónico. No conocía su dirección postal, su teléfono, el nombre de la empresa donde trabajaba. Pensó que podría encontrar en la web a las empresas uruguayas que editan enciclopedias, no serían tantas, pero en esos momentos ya ni siquiera sabía si Javier era su nombre o el apellido que usaba en la red. En algún lugar, entre los 1.400.000 habitantes de Montevideo (¿sería verdaderamente ésa la ciudad en que él habitaba?) había un hombre a quien ella amaba y cuya identidad no conocía. Pudiera ser que no se llamara Javier, no tuviera 50 años, no fuera uruguayo, no vendiera enciclopedias. Podría ni siquiera ser un hombre. “Me enamoré de unas palabras”, pensaba Pilar bajo los golpes del espanto.

Tanteando en medio a la niebla de no saber lidiar con esa pena y sin que el lenitivo de la razón cicatrizase sus heridas, se le ocurrió la idea de entrar en la cuenta de correo electrónico de Javier, como lo hacen los hackers, conforme a los comentarios que ella había escuchado a sus hijos. La hipótesis de invadir la cuenta de otro, como un marginal del ciber espacio, al principio le horrorizó por la falta de decencia que eso suponía. Pero la idea se fue acomodando poco a poco en su mente, apoyada en el argumento de que difícilmente conseguiría descubrir la contraseña y por eso no hacía mal alguno por intentarlo. Un día se animó a experimentar pero luego cerró el ordenador de un manotazo y se fue a caminar un rato en el jardín para sosegar el sentimiento de culpa. Entonces se sintió alumbrada por la sensación de que había estado menos distante de Javier durante el tiempo en que intentaba adivinar su contraseña. Por eso, esa noche lo volvió a intentar. Y la mañana siguiente. Y la tarde siguiente. Y la noche siguiente.
Erraba siempre y eso no le sorprendía: le parecía que tenía el obvio deber de no acertar. Por un lado se alegraba de no haber conseguido entrar furtivamente en la cuenta de Javier, porque de esa manera no tenía necesidad de administrar su culpabilidad, mas por otro lado, el no haberlo conseguido era una razón suficiente para volver a intentar. Tenía todo el tiempo del mundo para gastar delante el ordenador: a veces su soledad le parecía tan inmensa que pensaba que el resto de su vida no bastaría para recorrerla.
Con una perseverancia demente, experimentaba combinaciones con el nombre de Javier, la edad, la ciudad, la fecha de nacimiento, la profesión, las calles y plazas de Montevideo, fechas históricas en Uruguay, ediciones de enciclopedias. Rebuscaba en la memoria los diálogos que habían mantenido, exploraba palabras que él solía usar, invertía conceptos, combinaba letras mayúsculas, minúsculas, números romanos, números arábigos, declinaciones latinas, etimología de vocablos.
Los días transcurrían y Pilar poco a poco se acostumbró a la ocupación perversa de intentar adivinar una contraseña. Al fin y al cabo, era lo único que aún la ligaba a Javier y por eso le parecía, si no disculpable, por lo menos analgésico. Entre el remordimiento y la complacencia, resbaló para una especie de obsesión que le ayudaba a mantener el dolor atareado. Escribir la dirección de Javier y digitar hipotéticas contraseñas se volvió en un hábito que su mente ya no analizaba y su voluntad no contradecía.
Un día, de entre los recuerdos ahogados emergió un diálogo que había tenido con Javier:
–¿Qué significa incubus?
–Es lo contrario de succubus.
Digitó íncubus. Intento fallido. Digitó súcubus. Volvió a fallar. Digitó incubus sin acento. Tampoco hubo suerte. Digitó succubus, con la grafía latina. Consiguió entrar.
Pasaba por alto los mensajes de trabajo y se detenía en las cartas personales cuyo contenido conocía de memoria porque allí encontraba frases que ya había leído y que habían sido escritas para ella, con las mismas palabras acariciantes y el mismo don de amor. “Te amo con una pasión desmesurada”. “Quiero besarte en el medio de la calle”. “Siento el deseo irreprimible de gritar tu nombre”. Ahora esas mismas frases eran escritas para alguien llamado Cristina, de Puerto Rico, y para alguien de nombre Ana, de Venezuela. Además de esas cartas, había cortos mensajes intercambiados con colegas de la empresa. Por ellos Pilar se enteró de que a la hora del almuerzo los muchachos de la oficina venían a la sala de trabajo de Javier para ver las escenas de sexo virtual que él mantenía con Cristina y con Ana, comentaban entre ellos los detalles eróticos de las exhibiciones sexuales y ponían en ridículo a las mujeres a quienes Javier seducía para que sirvieran como objeto de burla y escarnio. A Cristina le decían Lengua de Fuego, Ana era La Insaciable.
Con el corazón hecho un retablo de duelos Pilar retrocedió en el tiempo hasta encontrar los mensajes en que escarnecían La Vieja.

LUCIANA A LAS CINCO

Foto de Beatriz Morán




Vengo a hablar de Luciana y de la mortalidad de las horas. Algún día tengo que decirlo, aunque sea contarlo a una hoja de papel, a pesar de que yo no sé expresarme por escrito, sólo sé de números y de cuentas y de silencios. Algún día tengo que rescatar esta pena y esta dulzura, antes que los gemidos de la vida me ensordezcan, y los martillos de la soledad machaquen las verdades, y la enredadera del tiempo enmarañe las siluetas del recuerdo, y yo acabe por dudar si Luciana de veras existió, que la memoria es una trampa, carajo. Éste puede ser el día, puede ser hoy mismo, porque es viernes, o sólo porque sí, o porque esta noche me duele más, o porque hoy el día fue más espeso, o porque existen momentos en que hay que aceptar las rebeliones del alma.
Pero sobre todo porque es viernes, lo que me hace recordar que yo nunca me conectaba a Internet los viernes por la noche, porque sabía que no iba a recibir ningún e-mail de Luciana, era su noche de parranda, si se puede llamar parranda ir a un barcito con unos amigos a discutir de arte pos-moderno y luego terminar la noche en un club danzando hip-hop.
Así que aquel viernes no me conecté y no pude enterarme de que Luciana llegaría el día siguiente, sábado, y me esperaría a las cinco de la tarde en la Plaza del Rossio, junto a las vendedoras de flores. Para caminar contigo por las calles de la ciudad vieja, decía. Para conversar contigo a la orilla del Tajo, decía. Para mirar contigo a los tejados de Alfama desperezándose colina abajo hacia el río, decía. Para ir contigo al Castillo San Jorge y ver a Lisboa antigua desde la Mouraria hasta el Carmo, decía.
Y todo eso porque un día yo le mentí que había estado por esos sitios en una tarde de sábado. No le mentí con intención de engañarla, simplemente dejé que se me escapase una de mis fantasías: salir y andar por ahí, como toda la gente, carajo, caminar por las calles, tomar una cerveza en la terraza de un café, recorrer la ciudad vieja, sentarme a la orilla del río, pasear por los lugares donde todo el mundo va y yo no voy para que nadie me vea.
Fue un error. También fue un error no haberle dicho nada sobre mí. Debí haberle contado. Tal vez las cosas hubiesen sido distintas. Pero cuando su curiosidad se desbordaba en cada línea de sus mensajes y ella quería saber todo con respecto a mi persona, lo que hice fue decirle: Yo no vengo a la red para mostrarme. Ya. No tengo nombre, ni edad, ni profesión, le dije. Sabía mi dirección porque le enviaba libros sobre Historia del Arte, no porque le hubiese dicho.
En vez de molestarse con mi presencia incógnita en la pantalla de su ordenador lo encontró divertido: ¡Tú no existes! Dijo que nunca había tenido un fantasma amigo y que le encantaba la idea. Por eso yo permanecí como una sombra en la frontera entre el silencio y el malentendido. Aunque le dije, cuando intentó seducirme con femeninos sortilegios: Tengo edad para ser tu padre. También eso pareció divertirla: ¡Un fantasma anciano! Y se largó a teorizar sobre las relaciones virtuales: en Internet nadie es lo que dice ser porque –y citaba Ortega y Gasset– un hombre es él y sus circunstancias y en la red no tenemos circunstancias. Habló sobre el lenguaje, el único puente que Internet permite a alguien atravesar. Sobre todo hablaba de sí misma, su vida, sus hábitos, sus gustos, sus proyectos. Y se reía mucho. Yo casi podía escuchar su risa clara en las entrelíneas, la risa desaforada de quien tiene 22 años y todavía no aprendió lo que en la vida nos disminuye y acobarda.
Por eso aquella mañana de sábado continuó como otra cualquiera, indiferente a lo que yo no sabía, mientras hacía mis rutinas. Desayuné, aspiré el polvo, puse la ropa a lavar, limpié la cocina y el baño. No fui a ver si había algún e-mail de Luciana sino pasado del mediodía, ya que los sábados ella se quedaba durmiendo hasta más tarde, fatigada de su escuálida parranda de la noche de viernes, y bien merecía descansar, después de tantas clases en la Universidad durante la semana, con todos aquellos trabajos que debía presentar.
Fue a causa de sus estudios que nos conocimos, ella posteó un mensaje en un foro pidiendo información sobre Almada Negreiros para un trabajo de Historia del Arte y decidí escribirle enviando la foto de un óleo sobre lienzo y un comentario. Ella no sólo me lo agradeció sino que me hizo varias preguntas, que respondí luego de haber consultado algunos libros que había comprado en la ocasión en que, por acaso, adquirí algunas obras de arte, cuando un cliente del despacho de contabilidad donde trabajo tuvo que huir al Brasil después del 25 de Abril y vendió los cuadros por un precio accesible a mis finanzas. En una época de incertidumbres pensé que mis ahorros estarían más seguros colgados de la pared que en una cuenta bancaria.
Fue gracias a eso que conocí a Luciana. Seguimos conversando sobre sus estudios; yo buscaba en Internet las páginas donde ella podría encontrar la información que necesitaba, para ayudarla y ahorrarle tiempo: ella se lo merecía por ser una alumna dedicada, y por lista y por sensata.
Felizmente podía ayudarla. Al principio el Almada Negreiros, los dos Vieira da Silva y el Carlos Botelho me hacían compañía en un silencio elocuente. Aprendí a admirar en Almada Negreiros el cubismo que parecía una narrativa hecha con pincel y tinta; en Vieira da Silva la ciudade laberíntica, indefinidamente repetida, mostrada en mallas y cuadrados; en Carlos Botelho la Lisboa despoblada y silente, pintada en tonalidades sutiles. Luego me deslumbraron mis propias sensaciones al contemplar los lienzos. Finalmente empecé a leer sobre los pintores, sus vidas, sus obras, y los libros sobre Historia del Arte pasaron a constituir otra presencia que hacía la soledad más llevadera.
Todo lo que aprendí lo puse a su disposición porque ella adornaba mi vida como una obra de arte. Tantas virtudes tenía Luciana, además de la belleza de su cuerpo grácil de niña que creció apresurada y de su rostro de ángel huido no se sabe de qué improbable cielo, que yo vi en la fotografía que me envió, con vanidades de mujer hermosa. Pero tampoco era sólo por sus virtudes que yo la ayudaba, sino porque ella traía a mi vida la dulzura del mundo y transformaba mis síntesis últimas en efemérides del corazón. Era manantial y aroma. Una ráfaga de juventud, ternura y júbilo en esta vida sin grandeza que la justifique, que traigo enjaulada en el pecho como una fiera, o como un pájaro.
Pero entonces, volviendo a aquel sábado, luego del mediodía fui a ver el buzón del correo electrónico y encontré el mensaje de Luciana, donde decía que viajaba a Lisboa con unos amigos que venían a ver el partido de fútbol entre Oporto y Benfica y ella aprovechaba para venir a verme. Recordé sus ojos alegres e imaginé el escalofrío en su mirada si me viera. Disfrazaría el espanto, seguro, pero se quedaría triste para siempre, al saberme amordazado en esta maltrecha realidad, y de ahí en adelante cuando pensase en mí sería con pena porque entonces ella ya habría conocido mis malparadas circunstancias –ésas de que Internet me dispensa– y sabría que mi vida sólo puede ser esta condenación irremediable a la melancolía y al exilio del mundo. Y aunque la piedad ya no me hiera porque me habitué a sus alfilerazos, la compasión de Luciana acabaría por desfigurar lo que en mí aún permanece intacto, que es la lucidez.
Ni modo. Yo no iba a subir con ella al Castillo San Jorge, ni mirar con ella los tejados de Alfama, ni atravesar con ella las calles de la ciudad baja hasta la orilla del río, cojeando de esta pierna que ni todos los injertos consiguieron devolver al tamaño normal, con la columna torcida, caído del hombro y del brazo. No iba a andar con ella, acostumbrado que estoy a andar solo, caminando siempre pegado a la pared del lado izquierdo, como suelo caminar, porque es el lado para donde parece que mi cuerpo fue encogido, para que no vean ese lado deformado de mi rostro, porque la deformación asusta y horroriza. No es que caminar pegado a las paredes sea salvaguarda absoluta contra las miradas, porque a veces alguien se asoma a una ventana, o va a salir por una puerta, y entonces se encuentra con mi rostro y de pronto desvía la mirada para que yo no vea lo que piensa, y aun peor –porque nadie piensa mal de una persona deformada– para que yo no note lo que siente, porque a todos les duele la deformación ajena, aunque sólo sea por el pavor de que les hubiera pasado algo semejante.
Así que después de leer el mensaje de Luciana me quedé no sé por cuánto tiempo sentado cerca de la ventana, intentando dar cobijo a mis pensamientos desamparados, mirando el cielo de Abril sobre los tejados de Campo de Ourique, en aquel sábado que debería ser igual a los demás y no lo era, y pensando sobre mí mismo que debería ser igual a los demás y no lo era, y por eso no iba a encontrar a Luciana que estaría junto a las floristas en la Plaza del Rossio a las cinco de la tarde, mirando el entorno, buscando encontrarme en medio de los turistas que se pasean entre las fuentes y las terrazas de los cafés, ahuyentando a las palomas con sus pies de peregrinos y los estallidos de sus cámaras fotográficas; pensé que miraría a cada uno que caminase en su dirección, intentando adivinar si era yo, su fantasma amigo por fin materializado; pensé en la decepción en su semblante al constatar que nadie se le acerca diciendo “hola, qué tal”; pensé en su rostro ensombrecido por no entender cómo era posible que yo no la quisiese encontrar; pensé en su tristeza incrédula porque me había dicho muchas veces que confiaba en las personas y si había algo en el mundo capaz de causarle horror era la indiferencia.
También pensé en las mentiras que podría escribirle después, para explicar porqué no había comparecido al encuentro, sabiendo de antemano que me sería difícil disfrazar la evidencia de que no me está permitido cruzar la frontera entre el mundo real y el mundo virtual. Y tuve miedo de quedarme sin ella para siempre, sin sus mensajes contando la vida, comentando el mundo, enredando los sueños, descuartizando las realidades, esgrimiendo el absurdo, preguntando lo improbable y aceptando lo imposible como respuesta; sin Luciana para encender farolas en mis neblinas; sin Luciana para despejar recuerdos en el calidoscopio del olvido.
Sin embargo, cuando en mi viejo y sofisticado reloj italiano –una antigüedad que alguno de mis antepasados compró en un momento de romanticismo y que heredé junto con algunas deudas probablemente debidas a los mismos arrebatos de la imaginación– sonaran las cinco campanadas, un destello de imprudencia alumbró mi corazón debilitado por la impiedad del minutero y salí tan de prisa cuanto pude, porque ya había llegado a la conclusión de que por lo menos podría ver a Luciana sin acercarme demasiado, o tal vez sí, casualmente, para sentir el olor de sus cabellos que yo adivinaba de sándalo y canela. Por cierto arriesgaba a que ella me viese, pero no sabría quién era o, en la peor de las hipótesis, me miraría con pena y con esa mirada de quien no se hace la mínima idea de lo que siente una persona cuya mitad del cuerpo fue destruida en un accidente y la otra mitad se quedó entera para cargar con la parte mutilada.
Así que fui, no a su encuentro, sino a un encuentro conmigo mismo en algún lugar donde ella también estaría. Llegué quince minutos después de las cinco, y al principio me quedé parado junto de la fuente desde donde se avista a las floristas, mirando alrededor como quien compareció a una fiesta sin haber sido invitado, con los ojos recorriendo miradas extrañas y todos los sentidos asustados en la expectativa de que una de las miradas fuese la que yo buscaba. Por varias veces creí que alguna muchacha era Luciana pero ninguna tenía el aire de quien combinó un encuentro con alguien, todas atravesaban la plaza apuradas en dirección a la Calle Augusta, o paseaban acompañadas, por unos momentos, antes de ir a sentarse en las terrazas de la Confitería Suiza o del Café Nicola.Y Luciana no vino. Pensé que tal vez hubiese estado y se habría ido al ver que a las cinco yo no estaba esperándola. Rememoré todos los detalles de su mensaje y atravesé la Baja por la Calle Augusta hasta la Calle Concepción donde cogí el tranvía e iba mirando por las ventanas a un lado y al otro, con la atención puesta en el paseo por donde ella podría ir caminando. En la calle del Limonero me bajé del tranvía, subí con dificultad las callejuelas de adoquines hasta el Castillo y busqué a Luciana en los paseos bajo los árboles, junto a las murallas, entre las ruinas. Entonces volví a la Baja y atravesé la larga extensión de la Plaza del Comercio, ya arrastrando la pierna izquierda más que cojeando, porque me dolían los huesos, los míos y los injertados, de tanto recorrer espacios buscando a una muchacha por oler su cabello de sándalo y canela; sobre el río el cielo plateado de Lisboa centelleaba, pero Luciana no estaba allí.
Volví al Rossio caminando penosamente y las vendedoras de flores empezaban a retirarse con sus cajas vacías y algunos ramos de claveles rojos que habían sobrado de la euforia de Abril. Anochecía y el cielo ya estaba sucio de púrpura sobre Alfama cuando cogí el autobús para volver a casa. Por el camino vine pensando que tal vez hubiese sido mejor de esa manera, que algún hado solidario me había protegido de mirar a Luciana para tener que olvidarla después; pensé que a pesar de mi inconmensurable descreimiento en todo lo que no sea obra del azar, tal vez hubiera un destino conduciendo el camino de las personas hacia encrucijadas donde acontecen cosas en la medida en que las merecen, y sólo a veces, por un equívoco cósmico, aconteciera algo como lo que me sucedió, que yo sé que no lo merecía, carajo, porque, como es debido a cualquier ser humano, si hubiese justicia bajo el sol lo que yo merecía era no haber sobrevivido.
Recuerdo haber pensado en guardar la pena infinita por no ver a Luciana para los días siguientes –pues debemos cuidar que la amargura llegue despacio- porque al llegar a casa yo no estaba más triste de lo que acostumbro estar. Mi vida seguiría siendo igual y al fin y al cabo no estaba mal que la vida fuese una sucesión de olvidos y recuerdos persiguiéndose sin treguas: cuando un tipo llega a los cincuenta años desacostumbrado a los sobresaltos, sin posibilidad de que haya cualquier cambio en lo cotidiano y con la certidumbre de que el futuro viene con la garantía de ser la repetición fiel del pasado, un día diferente es una catástrofe insoportable.
Era en eso que pensaba cuando, al meter la llave para abrir la puerta, me di cuenta de que la cerradura había sido forzada. Al encender la luz ya presentía que en la pared sólo encontraría la mancha blanquecina de los lugares vacíos donde habían estado los cuadros que poblaban mi soledad. Ni siquiera el viejo reloj italiano había sido dejado para compasar la mortalidad de las horas.
Nunca más tuve noticias de Luciana.

EL TALLO DE BEGONIA

Foto de Beatriz Morán


Dedicado a Juan Sorroche.

Juana constató que Diciembre había terminado de devastar el jardín agotado por las orgías de la primavera. Miraba el tributo de flores marchitas y hojas herrumbrosas que su jardín pagaba al verano, pensando que era tiempo de cortar las flores viejas, extirpar las hojas enfermas y abonar la tierra. Con las dosis precisas de amor y fungicida las plantas volverían a brotar muchas veces, hasta que ella las dejase dormir en paz su sueño de invierno. Pero esta tarde no le apetecía cuidar el jardín. Todavía podía disponer de una hora antes de ir a buscar a los niños a la escuela y decidió aprovecharla para crear su perfil en el directorio de participantes de Internet.
Delante del ordenador que el marido le había regalado por su cumpleaños, nuevo como un barco que nunca navegó, ella misma marinera inexperta en tan largos horizontes, singló en un mar de chips rumbo a un puerto más allá del fin del mundo.
Se demoró recorriendo las páginas y se detuvo en la presentación de un perfil que le despertó la curiosidad. Leyó: Escritor busca lector chileno. Los datos informaban que su nombre era Diego Royas, tenía 45 años, era divorciado, residía en Estocolmo. Sonrió a la vista de la coincidencia, roya era el nombre del hongo que acababa de ver en sus flores.
En ese momento notó que era tiempo de desconectarse e ir a sus quehaceres. Rápidamente llenó los espacios en blanco para registrar su perfil: Juana. 33 años. Viña del Mar. Chile. Iba a cerrar el ordenador cuando, en un impulso, volvió al perfil de Diego Royas y presionó la tecla para enviar un mensaje. Escribió: Lectora chilena busca escritor. Envió el mensaje y se quedó mirando de soslayo la pantalla del ordenador, con una travesura colgada de las pestañas.
Salió para recoger a los niños a la escuela, pasó por la casa de la suegra y se detuvo en el supermercado, tal como hacía diariamente. Se había vuelto una mujer de hábitos fijos desde que constató que la ventaja de las rutinas es que una no tiene que pensar en ellas: podía ocupar la mente con otras cosas mientras administraba la repetición de lo cotidiano.
En el camino pensaba que había sido atrevida por enviar aquel mensaje. En otros tiempos, cuando aún frecuentaba la escuela, la lectura había sido la pasión que poblaba el espacio entre sus pies y el horizonte. Llegó a cultivar el sueño de escribir algún día y se atrevió a garabatear algunos poemas y textos de prosa poética. Después la vida tomó otro rumbo y la literatura fue relegada al sofisticado plano de las cosas superfluas. Al terminar el bachillerato había iniciado un curso de Administración, que dejó a medias para casarse y no lo retomó a pesar del propósito siempre pospuesto de volver a estudiar y ejercer una profesión. Su marido no se oponía a que ella trabajase, pero le aconsejaba esperar a que los niños estuviesen más crecidos. Aunque su lenguaje sencillo de mecánico no le permitiese expresarse con sutileza, Juana traducía en su foro íntimo que a Pedro le gustaba que ella posase su disponibilidad afectiva sobre el mantel de la mesa, las sábanas del lecho, el césped del jardín. Le decía que el papel que ella desempeñaba como madre de familia era muy importante. “Hay que cuidar la vida”, le repetía muchas veces. Y ella se había acomodado a las rutinarias certidumbres, dedicada a satisfacer las necesidades de la familia, entretenida con sus quehaceres domésticos. Se ocupaba de cuidar la vida.
Rita, su hermana menor, soltera, independiente y bien situada, ejerciendo abogacía y otras aventuras en Santiago, solía bromear: “Ten cuidado”, le decía, “estás desarrollando vocación de Madame Bovary”. Y Juana pensaba en Emma, de Flaubert, que buscaba ver a lo lejos cualquier vela blanca en las brumas del horizonte.
No tuvo que esperar demasiado por la respuesta de Diego Royas. Pasados dos días recibió un e-mail en que se presentaba como un chileno que hacía veinte años había emigrado a Suecia por huir de la dictatura y ganaba su sustento haciendo traducciones y escribiendo para publicaciones de las colonias de inmigrantes hispánicos. Le decía que había escrito una novela, la estaba revisando, y quería la opinión de un lector compatriota para estar seguro de que lo que expresaba llegaría al corazón de los chilenos. Los recuerdos de su juventud vivida en Santiago eran el tema de la novela. “Lo que pretendo” –le escribió Diego– “es que los lectores entiendan cómo es Santiago vista por quien está ausente desde hace veinte años, quiero que sepan por cuánto tiempo se puede llevar una ciudad en el corazón”. Esa frase despertó un acorde en algún horizonte remoto cuyo rumbo Juana había olvidado en su mapa mental.
Esa misma noche, entusiasmada, imprimió el primer capítulo de la novela que Diego le enviara por e-mail. Se acostó en el diván donde Pedro estaba sentado mirando la televisión, acomodó los pies sobre sus piernas y se dispuso a leer mientras el marido le masajeaba los pies.
La novela se titulaba “Luna peregrina”, y decía en el inicio: Santiago, cuando vuelva a pisar tus calles, ni tú ni yo seremos los mismos y tal vez no nos reconozcamos. Mas yo te contaré como te veía cuando aún traía un niño en el pecho y todavía era capaz de compasión.
Juana no pasó de la primera página porque las manos de Pedro acariciaban sus piernas; él la llevó para el cuarto, pues nunca arriesgaría a que los hijos les sorprendiesen en el acto sexual. Cuando él terminó su amor ansioso y apresurado, ella todavía iba a medio camino en una excitación confusa y mal administrada pero, como de hábito, no le importó. Desde hacía mucho tiempo los ángeles habían huido del lecho donde ella acostaba sus fantasías. Consideraba sus desencuentros de ritmo en la danza conyugal como consecuencia de la costumbre de vivir en pareja y, por temperamento o desidia, decidió dar mayor importancia a las ventajas que a los inconvenientes del matrimonio.
Se levantó de la cama y en puntillas se fue a la sala a leer el primer capítulo de la novela de Diego. Después se quedó sentada en el sofá, mirando a la pared, abrazada a las hojas de papel, intentando descubrir lo que estaba sintiendo para poder decírselo. Pero no conseguía coordinar las ideas, ocupada en ahuyentar con los párpados las mariposas que aleteaban alrededor de sus sensaciones más primitivas.
En la crudeza de las carencias de Juana las páginas de Diego eran mareas vivas en noches de plenilunio. Recorrió con él su geografía de sorpresas, los océanos esféricos, las estrellas que centelleaban en otras latitudes, las cordilleras majestuosas que bordeaban el Pacífico, los árboles de los bosques escandinavos con sus ramajes de hielo. Al norte y al sur de las sensaciones que él describía encontró sabor de ternura antigua, sensualidad de felino, melancolía de exilio, mujeres, libros, preguntas, aroma a fruta madura, orgasmos rememorados con verbos en participio. Flotando en la luna alta, danzando en marea llena, Juana leía sientiendo que un asombro cálido y placentero se acomodaba en su pecho. Y a veces desbordaba.
Establecieron un método de trabajo y con el paso de las semanas entre ellos fluía un diálogo elocuente en el cual se encuadraban y complementaban. En un pasaje del libro él decía: "al despertar me asomé a la ventana y sentí el aroma del hielo subiendo desde la acera" y ella le preguntó a que olía el hielo. Él respondió que olía a blanco. Juana buscó en sus recuerdos olores que le hiciesen recordar el blanco, luego volvió sus pensamientos al revés, rescató memorias blancas que le recordasen aromas, y le dijo que el hielo olía a sábana recién lavada. Él añadió una frase: ensucié la sábana recién lavada de las calles con las huellas del exilio…
Dialogaban sobre la novela mientras el verano envolvía a Juana en olas de sopor y en el invierno de Diego el mundo se cubría de nieve. Entre los comentarios intercalaban mensajes en que se relataban, se compartían, y los e-mails se cruzaban instantáneos, urgentes, propalando carencias, cargados de una ansiedad a la que ellos llamaron “hambre de saber quién eres”.
Joana sintió que de la mano de Diego desarrollaba sentidos paralelos, en sus pensamientos nacieron ojos, boca, oídos, piel. De pronto ella vivia en mundos equidistantes que se barajaban delante de su mirada atónita y feliz. Veía lo que nadie más era capaz de ver.
En una mañana en que el sol abrasaba el césped y hacía estallar las hojas de los abedules, ella estaba limpiando los vidrios de la ventana y cayó en la cuenta de que afuera el mundo estaba cubierto de nieve. El suelo era de un blanco luminoso y de los ramos de los árboles hilos de hielo pendientes brillaban como cristales. Miraba extasiada el paisaje helado que se extendía más allá de su jardín, cubría la acera y los tejados de las casas vecinas y llegaba hasta tan lejos cuanto su mirada podía alcanzar. Pero de paronto su atención fue atraída por el movimiento brusco de algo que caía pesadamente del castaño delante la casa. En un átomo de tiempo volvió a la realidad y corrió hasta el jardín donde su hijo más pequeño yacía en el suelo. Habituada a los tumbos de los hijos no se sobresaltó, levantó el niño en sus brazos, lo llevó para adentro, limpió con agua oxigenada las rodillas lastimadas, le puso mercurocromo, le besó las heridas para que se curaran pronto y se quedó sentada, con el niño anidado en su regazo, mirando a través de la ventana el jardín arrasado por el calor, que hacía poco, con sus ojos de ver más allá de su vida, ella había contemplado cubierto de nieve.
Cuando su hermana vino a pasar con ella las fiestas de Navidad y Año Nuevo, Juana le dijo que se estaba enamorando de un hombre a quien había conocido en Internet.
–No hay problema –le dijo Rita con la desenvoltura habitual–, en Internet no sucede nada. Peor sería si estuvieras enamorada del vecino.
–¿No te parece ridículo un amor virtual? –preguntó Juana con una mirada ansiosa en búsqueda de aprobación para los desvaríos de su discernimiento.
–Las ilusiones nunca son ridículas –retrucó Rita–, sólo las realidades pueden serlo.
Juana reclamó por la poca importancia que la hermana parecía atribuir a su problema, pero Rita estaba decidida a sosegarla.
–Dime, Juanita, ¿esa historia tiene solución?
–No –asumió Juana que ya había tenido tiempo de reflexionar sobre la distinción entre el real y el virtual–, no tiene solución posible.
–Entonces no es un problema –le garantizó la hermana con una lógica que a Juana le pareció imbatible–: sólo existe problema cuando existe solución. No habiendo solución no hay problema.
-¿Si no es un problema entonces qué es? –preguntó buscando encontrar alguna esperanza para su desconsuelo.
-Entonces no es nada…
Pero Juana notó que de pronto la voz de Rita se volvió vacilante y vislumbró alguna preocupación en los ojos de la hermana. Adivinó que ella tendría algo más que decir. Por eso insistió:
-¿O…?
-O es una tragedia.
Antes de partir para Santiago, mientras el cuñado le guardaba las valijas en el maletero del coche, le murmuró al oído:
–No tengas remordimientos por algo de lo que no tienes culpa.
Juana terminó por pensar que tal vez Rita tuviera razón, no merecía la pena encharcarse en melodramas íntimos cuando en verdad su pasión por Diego no había cambiado siquiera un milímetro de lugar los pilares de su vida. Todas las cosas estaban correctas, como siempre habían estado, los niños de buena salud, Pedro llevando su taller mecánico y arreglando con sus manos hábiles todo lo que se averiaba en la casa, las cosas sagradas debidamente posadas en el altar doméstico, el sexo sin placer, la alegría por hábito, el futuro con contornos garantizados, el proyecto del barco, el seguro contra todos los riesgos, la comida en la mesa, el horizonte al alcance de la mano. Y ella presente, para cuidar la vida.

La primera vez que Juana vio a Diego, ella estaba sentada en la playa, mirando a los niños que jugaban con su padre en el agua. Ella lo vio salir del mar y caminar en su dirección. Él se acostó a su lado, en la arena. Ella no dijo nada. Se tumbó para atrás, cerró los ojos, y se quedó quieta escuchándolo a tararear la Balada de un Loco. Apenas respiraba por temor a romper el momento que su deseo había materializado.
Después de ese día se habituó a verlo por la casa, andando por el patio mientras ella regaba las plantas, sentado a la mesa de la cocina cuando ella preparaba la cena, acostado a su lado en el lecho en las noches mansas de verano. Sus silencios conversaban con él. Lo llevó cogido de la mano para ver los nidos que las golondrinas habían construido en el entretecho de la casa, le avisó de que se aproximaba una tempestad cuando el viento se inmovilizó sobre el tejado y el olor de los jazmines se volvió insoportable, y cuando el suflé que ella preparaba para la cena se desmoronó le dijo: –Fue culpa tuya.
Al principio él no le respondía, pero en la tarde en que ella lo llevó a la baranda y le enseñó las begonias que, embriagadas de verano, estrangulaban los propios tallos, él le dijo:
–Las begonias estrangulan los tallos para no ahogarse en su propia savia.
Y Juana pensó en la tragedia de las cosas que no tienen solución.
De ese modo ella se habituó a compartir con él sus más recónditos pensamientos, le contaba todas las cosas y ponía mucha atención en lo que él le decía. Con el paso de los días le pareció natural andar por la casa conversando con un hombre que tenía siempre los brazos enlazados a su cintura. Pero no permitía a Diego sentarse a la mesa con la familia en las comidas. En esas ocasiones lo guardaba en el fondo del corazón, en un lugar donde ni ella pudiera encontrarlo si lo buscase mientras el marido y los hijos, como de hábito, hacían planes para la compra del barco que, desde hacía dos años, Pedro ahorraba para adquirir. En su tiempo Juana también había soñado con el barco en que habrían de navegar por la cuesta del Pacífico, pero eso fue antes de que hubiera aprendido a vivir también en el envés de los espejos.
Un día ella estaba en la cocina preparando una comida cuando Diego, que solía estar sentado allí cerca, conversando con ella en sus pensamientos, se levantó y se acercó a ella por detrás. Apañó su pelo descubriéndole la nuca y la oreja y enterró la cara en su cuello mientras sus brazos la enlazaban por la cintura. Después besó a sus hombros con besos alegres y húmedos y empezó a levantarle la falda, muy despacio, hasta que ella se quedó con las piernas descubiertas y las manos de él encontraron su sexo. Juana abandonó lo que estaba haciendo y se fue al cuarto, se acostó en la cama y dejó que Diego la acariciara con las manos que ella conocía de memoria por mucho leerlas y con las palabras que ella lo ayudaba a inventar. Gozó un placer demorado y sin angustias. Después pensó: “hay muchas formas de amar”. Besó la foto de Diego que ella guardaba celosamente en el cajón de sus ropas, se duchó rápidamente y volvió a la cocina para terminar de preparar la cena.
En medio a la novedad de sus pecados recién estrenados y la certidumbre de que el amor necesita brazos y piernas, boca y piel, sudor, saliva, y esperma, además de las palabras, Juana se sumergió en un desasosiego permanente. Devastada por la añoranza de alguien con quien nunca había estado, atormentada más por lo que no quería saber que por lo que no sabía, asumió que la vida se había transformado en un mar de improbabilidades y en su mente las imprudencias florecían salvajemente.
Por aquellos días Diego fue a Rusia y al volver le pidió su dirección postal para mandarle un regalo que le había comprado. Dos semanas más tarde recibió por correo una de aquellas muñecas rusas llamadas Matrioshkas, en madera pintada, que contienen cinco muñecas, unas dentro de las otras. Junto a ella venía una carta donde él decía: “Estás en mí como esas muñecas están unas dentro de las otras, por más que me desnude de todas mis realidades, debajo de cada camada, y hasta el fondo, siempre estás tú”. Y ella supo que él también la quería.
Esa constatación la sumió en tal estado de desasosiego que decidió hacer una limpieza general en la casa, barriendo todos los recodos, vaciando los armarios, puliendo maderas, revolviendo baúles. De la azotea al garaje nada escapó ileso de su frenesí de limpieza. Ahuyentaba con las manos las ráfagas de pájaros del pensamiento que le distraían la sensatez y parpadeaba repetidamente para apagar las estrellas de su mirada mientras baldeaba el piso de la baranda, colgaba del tendedero las colchas y cobertores, frotaba los muebles, aspiraba las alfombras, y era tan frenética su furia de limpiezas que Pedro le dijo que parase y le preguntó si quería ir a pasar el fin de semana en Santiago, puesto que sería el cumpleaños de su hermana. Juana tuvo ganas de besarle las manos de pura gratitud. Llenó el frigorífico de comida congelada, puso notas en los armarios sobre lo que los niños habrían de vestir en cuanto estuviera fuera, pegó papeles con instrucciones por toda la casa y envió un e-mail a Diego preguntándole si quería que ella hiciera algo en Santiago, pues tal vez él desease algún material para su libro. Él respondió que quería una fotografía suya en cada esquina.

Juana arrastró a su hermana por la ciudad haciéndose fotografiar en todos los lugares pintorescos, delante los monumentos, detrás de las macetas con flores, en medio de los jardines, a la puerta de las tiendas, en los peldaños de la Iglesia de San Francisco, abrazada a los árboles del Parque O’Higgins, en los paraderos de Santa Lucía y San Cristóbal, en las esquinas, en las fuentes, en las avenidas. Fue a un barcito llamado “El amor nunca muere”, en Plaza Ñuñoa, donde comió una ensalada llamada Ilusión y cuando salió y vio la luna llena brillando alta en el cielo recordó un pasaje en el romance de Diego en que él se admiraba de que la luna no se cayera sobre la Metropolitana de Santiago. Entonces se puso a llorar en medio de la calle. Sin embargo al día siguiente, cuando hacía el viaje de retorno a Viña del Mar, cargada de recuerdos de algo que nunca había vivido, volvió a enviar su pensamiento para que recogiera la imagen de Diego y lo sentó a su lado para conversar con él durante el trayecto porque acababa de enterarse de que no había otra persona en el mundo con quien quisiera compartir los argumentos que elaboraba según la estructura que fuese más útil a sus espejismos.
Mientras miraba por la ventana el paisaje que, al fin y al cabo era todo lo que tenían en común, él le explicó que la distancia física entre dos personas no importa realmente.
–Hay personas que viven bajo el mismo techo y están tan alejadas que ni siquiera consiguen escucharse cuando se hablan –le dijo.
Ella le preguntó:
–¿Y tú crees que ese razonamiento estéril me sirve de consuelo?
–No –respondió Diego–, pienso que lo que debemos buscar no es el consuelo sino el coraje.
En el mes siguiente Diego le escribió que había terminado la revisión de su novela y que estaba intentando contactar editores en Santiago para conseguir la publicación.

El otoño se aproximaba, con sus colores grises, su luminosidad sedosa, su cortejo de rituales melancólicos que ablandan el alma de los que no se agasajan contra las ternuras inverosímiles. El viento silbaba en las ramas de los abetos, las hojas doradas de los abedules bailaban sobre el césped, y en el día 19 de Marzo –como todos los años– las golondrinas emigraron para California.
Cuando, en la misma semana, los hijos fueron para un campamento y su ordenador tuvo una avería y ella lo mandó a arreglar, la añoranza que sentía de los niños y la angustia por pasar tantos días sin noticias de Diego, hicieron que se sintiera perdida en ambos mundos paralelos en que su vida se desarrollaba.
Una tarde en que sentía de manera más aguda la perversidad de la ausencia, ella encendió la chimenea, aunque el frío todavía no fuese intenso, y anidada en un sillón junto del fuego, miraba el júbilo de las llamas mientras conversaba con Diego.
–Es increíble como el espacio y el tiempo tienen diferentes significados en el mundo virtual y en el mundo real –le dijo.
Él había empezado a explicarle que en la vida somos seres biológicos y en la red somos seres bioculturales, cuando ella oyó llamar a la puerta y le interrumpió:
–Espera, llaman a la puerta, vuelvo pronto.
No esperó a que él le respondiera porque la ventaja de mantener con Diego los diálogos que su imaginación arquitectaba al sabor de sus antojos era que podía hacer el interlocutor desaparecer conforme sus disponibilidades.
Aun así se diigió al zaguán contrariada por haber sido interrumpida en un momento en que se iba a dedicar a analizar con Diego los contornos de sus irrealidades compartidas.
Abrió la puerta y Diego estaba frente a ella.
Cerró la puerta rápidamente. Respiró hondo. Pasó las manos por la cara. Volvió a abrir la puerta. Él continuaba allí. Y sus ojos le sonreían.
Ella sabía exactamente lo que debía hacer: debía saludarlo, estrecharle la mano o abrazarlo, decirle lo contenta que estaba de que él estuviera allí, que apenas podía creer que lo estuviera viendo después de ansiar ese momento por tanto tiempo. Debía invitarlo a entrar, preguntarle si él venía a Chile para contactar algún editor interesado en publicar su libro. Sí, por cierto debía invitarlo a entrar, ofrecerle una bebida, decirle que se quedase para cenar. Sobretodo debía sonreír, en respuesta a la sonrisa en sus ojos. Ella lo sabía. Sabía exactamente lo que debía hacer. Pero no lo hizo. Se quedó estática y silenciosa, los brazos caídos, los ojos llenos de él, hecha de sal, espanto y piedra.
Entonces, de pronto, ella se enteró de que estaba en sus brazos. Se sintió metida dentro de su abrazo fuerte, con la cabeza enterrada en su pecho cálido, podía escuchar su corazón latiendo y sentir su olor a pino bravo después de la lluvia. Abrió los ojos y, a la altura de su mirada, vio la curva de su mentón, el recorte sensual de sus labios, los dientes muy blancos, y, más arriba, los ojos negros y hondos que sonreían. Volvió a cerrar los ojos y lo escuchó decir con la boca junto a su oído: –Vine a buscarte, Juana, vine por ti, para llevarte conmigo.
Cuando sintió que los labios de Diego estaban pegados a su rostro y deslizaban en dirección a su boca se le ocurrió que quería morirse de repente, para que el último instante de su vida fuese aquella boca que ahora se unía a la suya, y la mojaba y la acariciaba y la mordía sin lastimarla. Sintió que él cerraba la puerta tras su espalda y la empujaba contra ella, el peso de su cuerpo amasando el suyo, su presencia inundando sus venas con una sangre que antes no corría allí. Se desnudaron con manos frenéticas, se tocaron con dedos de espuma, se miraron con ojos de hambre, se sumergieron el uno en la piel del otro, y navegaron juntos en un océano abismal, entre peces plateados y corales luminosos, diciendo a la vez todas las palabras tantas veces escritas y que ahora la voz hacía verdaderas. Sudando nostalgias por los poros húmedos, despedazando distancias con las uñas, rasgando el tiempo con los dientes, se ahogaron juntos en un abismo revestido de terciopelo azul oscuro.
Después se quedaron largo tiempo tumbados en la alfombra y sumergidos en el juego de luces y sombras que la tarde diseñaba en el suelo, sin conseguir despegar los ojos, las manos, los cuerpos, queriendo en un instante verse enteros y por partes, tocar cada centímetro de la piel y del alma, saber todo, contar todo, hablando de todas las cosas que ya se habían dicho mil veces en un universo paralelo hecho de silencios irreales.
Juana cayó en la cuenta de que estaban desnudos, acostados en el suelo de la sala, cuando oyó el coche de Pedro entrar en el garaje. Sin decir una palabra trataron de vestirse rápidamente y estaban parados uno delante el otro, con las ropas, el cabello y el desespero en completo desaliño, las miradas perdidas en el desorden de las sensaciones sin rienda, cuando Pedro asomó a la puerta de la habitación. Les miró por algunos segundos con una mirada intensa y dolorida, luego les volvió la espalda y se alejó sin una sola palabra.
Más tarde Juana recordaría vagamente las palabras con que había explicado a Diego que no se iría con él y que debería irse y no volver jamás. También habría de recordar, pero eso con bastante nitidez, las manos silenciosas que parecian nacer de sus ojos y que intentaban asegurar y retener a la silueta de Diego cuando él se alejó por la vereda de castaños. Y recordaría que su alma se arrastraba tras sus pasos. E iba de rodillas.
Constató que no había siquiera un centímetro de su vida que no le doliese, aun así cerró la puerta, atravesó la casa y fue hasta al patio donde Pedro se estaba parado, pareciendo no mirar a parte alguna. Ella se puso delante de él, para que pudiera verla, como si le dijera: estoy aquí.
–¿Te vas con él? –le preguntó Pedro. Y Juana supo que su marido se había percatado de que en los últimos meses su brújula había enloquecido y ella vivía dividida en dos, su unidad perdida, su norte desencontrado.
–No –Juana respondió–, me quedo aquí contigo, cuidando la vida.
Después volvió a su sillón junto a la chimenea donde el fuego se había extinguido y se quedó allí hasta que cayó la noche, sintiendo que su alma se enrrollaba en sí misma. Cuando la conciencia de su presencia física en el mundo real empezó a recobrar la forma, Juana recordó las flores de las begonias que estrangulaban sus tallos para no ahogarse en la propia savia.